Diplomacia de caudillos
Cada vez que Europa aplaude un resultado trumpista sin cuestionar el método, legitima el procedimiento de demolición normativa


La historia no avisa al cambiar de velocidad. Los alemanes de 1933 no sabían que se precipitaban al desastre, ni los estadounidenses de 1929 que venía la Gran Depresión. Definir el tipo de momento histórico que vivimos —crisis, continuidad, transición— es imposible desde dentro del momento mismo. Y, sin embargo, debemos intentarlo para poder reaccionar. Los politólogos Britton-Purdy y Pozen identifican tres lecturas domésticas del trumpismo. Primera: EE UU atraviesa una inédita crisis autoritaria que destruye sus instituciones democráticas. Segunda: el país experimenta una continuidad brutal, con patologías que vienen de lejos. Tercera: se vive un cambio de régimen legítimo, pues el mandato electoral autoriza una transformación constitucional profunda. Pero la pregunta no es ya qué le ocurre a EE UU, sino qué le está pasando al mundo en este segundo mandato de Donald Trump. ¿Se desintegra el orden basado en reglas construido tras 1945? ¿Existió realmente alguna vez? ¿Está siendo reemplazado por algo nuevo?
Los recientes episodios de Palestina y Venezuela no son anomalías, sino manifestaciones de un método que quizá permita diagnosticar lo que vivimos. El plan palestino prescinde de todo lo que antes constituía un proceso de paz: diplomacia multilateral, mediación de la ONU, negociación entre las partes. La voluntad del líder precede y suspende toda norma y la cumbre de Sharm el Sheij completa la operación: liberación de rehenes, sesión fotográfica con la momia de Abbas y coronación mediática del pacificador. La cuestión política se diluye en el espectáculo. La comunidad internacional abraza el mantra de la realpolitik: paró la matanza, se liberaron rehenes. Que nadie plantee un proceso político es un detalle menor frente al pragmatismo de la paz. Venezuela, a su vez, lleva el patrón a su consecuencia militar. Despreciando la prerrogativa constitucional del Congreso para autorizar la guerra y prescindiendo de organismos multilaterales y de los países afectados, Trump despliega destructores, cruceros y un submarino nuclear. El pretexto (el narcotráfico) encubre un cambio de régimen por la fuerza mientras la Casa Blanca circula legislación que otorgaría poderes presidenciales ilimitados contra los cárteles y “cualquier país que los ayude”. La ironía es devastadora. El Trump que denunciaba las “guerras interminables” de George W. Bush reproduce su arquitectura: designación de “terroristas” para justificar el uso de fuerza militar ilimitada.
Lo que emerge no merece llamarse “orden”, pues es un sistema de poder sin reglas: transacciones bilaterales entre líderes despojadas de toda mediación institucional y cualquier necesidad de justificación. Cada vez que Europa aplaude un resultado trumpista sin cuestionar el método, legitima el procedimiento de demolición normativa. Pero el método, una vez validado, queda disponible para cualquiera. Si funciona ignorar a la ONU y los tratados y reducir conflictos complejos a negociaciones personales, ¿por qué no repetirlo? Así lo entiende Viktor Orbán, cuya cumbre con Vladímir Putin y Trump transita un circuito paralelo al orden institucional existente, habilitado para intermediar entre quienes no pueden o no quieren usar canales diplomáticos formales. Garantizar la seguridad de Putin frente al Tribunal Penal Internacional es un desafío explícito al derecho internacional, pura diplomacia de caudillos sustituyendo las reglas por hechos consumados. Solo queda el consuelo de los tontos: como los alemanes de 1933, somos incapaces de definir lo que vivimos, pero al menos no podremos decir que no vimos el patrón.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
