Sigamos haciendo que la pena de muerte sea historia
El Día Mundial contra la pena capital es una ocasión para hacer balance del progreso conseguido y levantarnos contra los intentos de retroceder

El 10 de octubre celebramos el Día Mundial contra la Pena de Muerte. Se cumplen 15 años desde que se creara la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte (CIPM). La Comisión, con sede en España, es una organización independiente que cuenta con el apoyo de 24 países de diversos continentes. Está integrada por expresidentes, antiguos primeros ministros y jueces, abogados y expertos hasta completar un total de 25 comisionados. Su principal misión es la de extender la abolición de la pena capital siempre que sea posible; y, si no, al menos la de lograr de los Estados retencionistas moratorias y suspensiones de condenas. Desarrolla esta tarea a través de una actividad de diplomacia persuasiva y discreta, impulsando foros y encuentros públicos, y prestando apoyo técnico cuando le es requerido.
Los aniversarios siempre son una buena ocasión para hacer balance. En este caso, para pasar revista a la situación de la pena de muerte en el mundo, de acuerdo con los datos de la CIPM. Pero, antes de hacerlo, resulta difícil eludir una consideración más general: la que nos lleva a constatar que estamos viviendo probablemente el período en el que existen más guerras, más muertes por guerras o agresiones, más violencia, en definitiva, desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Y que este estado de cosas, a diferencia de otros análogos del pasado, ha ido fermentando en compañía de una cierta insensibilidad colectiva, algo que, por fortuna, parece ya estar cambiando. Cabría así decir que está en juego si el siglo actual acaba pareciéndose demasiado a los peores momentos del anterior, o si somos capaces de reconstruir un sistema institucional y de valores en torno al respeto a la legalidad internacional y a la recuperación del papel de Naciones Unidas. Esto es lo que tenemos por delante: lo que se va a dilucidar en los próximos tiempos.
En este contexto internacional, tan preocupante e incierto, que en Gaza ha ofrecido a la humanidad entera la más viva expresión del horror, del espanto que produce contemplar las masivas muertes deliberadas, verdaderas ejecuciones de tantos seres humanos por completo indefensos, con ese singular desvalimiento de los niños, alguien podría preguntarse si la apremiante obligación moral y política de reaccionar frente a ello, y de no olvidar nunca a las víctimas, nos dispensaría del deber de seguir abogando por la abolición de otras muertes, las que se producen como consecuencia de ejecuciones formalizadas, esto es, de la aplicación de las penas de muerte. Pero no: aunque esta última hoy pueda parecer menos perentoria, una obligación no nos dispensa de la otra. Porque la cultura de los derechos humanos es indivisible: allí donde algunos de estos se ponen en cuestión, esa cultura en su conjunto padece y se debilita. Hay que defenderla siempre.
Digámoslo de nuevo, cuantas veces sea necesario: no hay causa alguna que justifique matar. A nadie, por nada. Tampoco como manifestación del monopolio de la fuerza por el Estado, cualquiera que sea la forma que este adopte. Para quienes aún pretendan alegar su carácter disuasorio, la pena de muerte no es un castigo más eficaz; es puro y desnudo retribucionismo, y su aplicación convierte en definitivos e irreparables los errores del sistema judicial penal. Y, sobre todo o antes que nada, es que la vida no está a disposición de nadie, ni siquiera del poder público, lo haga o no en nombre de la comunidad. La pena capital es una radical negación, irreversible, del derecho a la vida y del derecho a no ser sometido a penas crueles, inhumanas o degradantes, reconocidos por la Declaración Universal de Derechos Humanos. Es incompatible con la dignidad humana. Lo es esencialmente, por principio.
Cuando se estableció la CIPM, en 2010, 96 países habían abolido la pena de muerte para todos los delitos, mientras que 58 la mantenían. Hoy, el panorama en su conjunto es mejor: 113 países son plenamente abolicionistas y otros nueve la han abolido para los delitos comunes. En la actualidad, 54 Estados la retienen y solo 15 aplicaron ejecuciones en 2024. Y si ampliamos el rango del tiempo, esa mejoría, ese progreso, se percibe con más claridad: hasta hace solo unas décadas, la abolición únicamente se había abierto paso en un grupo limitado de países. Hoy, gracias al legado de un poderoso movimiento internacional a favor de la abolición, promovido por organizaciones internacionales y regionales, por representantes del mundo político y por relevantes actores de la sociedad civil, ya rige casi en dos terceras partes de los miembros de las Naciones Unidas.
Hay dos grandes espacios regionales cuyos avances en los últimos años merecen ser destacados: África y América Latina.
El continente africano ha liderado la tendencia abolicionista desde 2000, alejándose de un punto de partida proclive a la aplicación de la pena capital. En la actualidad, la mitad de los países africanos han abolido la pena de muerte: 24 de ellos lo han hecho para todos los delitos, mientras que tres han derogado la pena capital para los delitos comunes. 27 países del continente mantienen la pena de muerte en sus leyes, aunque cuatro de ese grupo retencionista no han llevado a cabo ejecuciones en más de 10 años.
Por su parte, en Latinoamérica no se registran ejecuciones desde hace más de dos décadas y ya no quedan personas en el corredor de la muerte. La CIPM apoya el diálogo para proclamar a la región como zona libre de pena de muerte, como lo es la Unión Europea. Esto quiere decir que en esas regiones se ha tomado conciencia de que la pena de muerte es un castigo cruel e inhumano, que afecta de manera desproporcionada a las personas más desfavorecidas y marginadas de la sociedad, que perpetúa la injusticia y presenta el riesgo constante de ejecutar a inocentes, un riesgo que ningún sistema de justicia debería tolerar.
Pero junto a los avances, hay retrocesos, que no por casualidad se producen en el presente contexto internacional. Así, en 2024, se ha registrado un inquietante repunte en las ejecuciones conocidas —un aumento del 32% en comparación con 2023—, alcanzando la cifra anual más alta desde 2015. Según los informes de los que dispone la CIPM, en 2024 los países con mayor número de ejecuciones fueron China, Irán, Arabia Saudí, Irak y Yemen. No obstante, China ha ido reduciendo los delitos en que es aplicable la pena capital desde 2011 y en Asia se registran otras mejoras que la propia CIPM está tratando de favorecer. Mongolia abolió la pena capital en 2017, Kazajistán en 2021, y en Indonesia, Malasia, Vietnam y Pakistán se ha reducido también su alcance.
Un retroceso significativo, que amenaza con revertir los logros alcanzados en el país en los últimos años, se ha empezado a producir en Estados Unidos con el regreso al poder del actual presidente. Diversos Estados habían dado pasos hacia la abolición o la moratoria y se suspendieron las ejecuciones a nivel federal. Ahora estas se han reactivado con un entusiasmo oficial por la pena de muerte que parecía arrumbado definitivamente en la historia de las democracias. No será la primera vez que la pena capital resurge en tiempos de crisis.
Por ello, es imperioso que renovemos —la CIPM, desde luego, lo hace— la voluntad de preservar la tendencia general de las últimas décadas hacia la abolición o la moratoria, para que la pena capital quede, algún día no lejano, relegada en el pasado, como lo fue la esclavitud. Es la misma voluntad que nos pide acabar con los conflictos que amenazan la paz; la misma a la que le repugna que una parte de la Humanidad tenga que luchar cada día por su subsistencia y sucumbir habiendo posibilidad de evitarlo; la misma que nos apremia a encontrar una respuesta definitiva a las consecuencias del cambio climático; la misma que rechaza la violencia ejercida sobre los seres humanos, la violación de sus derechos o la privación deliberada de sus vidas allí donde se produzcan.
En España acaban de cumplirse 50 años —un nuevo aniversario— desde que se impusiera la última pena de muerte, porque fue la última del franquismo. Hemos podido leer la carta que José Humberto Baena envió a sus padres la víspera de su fusilamiento, el 27 de septiembre de 1975. En ella se puede percibir bien la conciencia que un ser humano, de solo 25 años en este caso, tiene ante la privación programada de su vida, que es una de las situaciones más crueles imaginables, la de los corredores de la muerte, sobre todo cuando va acompañada de un sentimiento profundo de injusticia que lleva a la emotiva emergencia de la propia dignidad: “…recuerdo que, en tu última visita, papá, me habías dicho que fuese valiente, como un buen gallego. Lo he sido, te lo aseguro. Cuando me fusilen mañana pediré que no me tapen los ojos, para ver la muerte de frente”.
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