La muerte de la pena de muerte
Gran parte de América Latina prohíbe este tipo de condena y no puede reestablecerla
Ocurrió en Chile y en Perú, pero podría haber sido en cualquier otro lugar de América Latina. Sophia, de un año y 11 meses, falleció el 25 de enero luego de ser violada y asesinada, presuntamente por su padre, en Puerto Montt (Chile). Una semana después Jimena, de 11 años, fue violada y asesinada en Lima.
Dos tragedias que han suscitado no solo indignación generalizada en ambos países sino el reclamo por muchos del restablecimiento de la pena de muerte. Explicable reacción, acaso, en las personas más cercanas a las víctimas, pero que plantea reflexiones de fondo para el conjunto de la sociedad.
La pena capital se bate en retirada en el mundo. Hoy se llevan a cabo ejecuciones solo en 23 países; eran 40 hace 20 años
Por un lado, la cuasi forzada y sospechosa —y hasta indignante— “sincronía” de varios actores políticos con la legítima indignación popular y la reacción de algunos a favor de la pena de muerte como solución mágica. Lo que en varios lugares se conoce como un “subirse al coche” de la temperatura en la sociedad para cosechar réditos sumándose al coro mortícola.
Estas instrumentalizaciones políticas se han repetido hasta la saciedad y dejan siempre de lado soluciones de fondo, fuera de una reacción punitiva extrema. Cero en prevención. Prescindiendo de un análisis de los diversos factores que alimentan crímenes como estos, se busca rentabilizar políticamente la reacción social de la indignación y la protesta apostando por la pena capital como tabla salvadora. Se abdica, así, de la obligación de aportar a políticas públicas preventivas y penales serias, prefiriendo una versión contemporánea de la ley del talión.
Por otro lado, entre los diversos y sólidos argumentos en contra de la pena de muerte se destacan cuatro asuntos fundamentales.
En primer lugar, la comprobación científica de que la pena de muerte no disuade, especialmente en casos de esta naturaleza. Se ha comprobado en numerosos estudios al respecto. Más aún en un caso como estos: ¿disuadirá un juicio y sanción penal a alguien con una patología tan seria como para violar y asesinar a una niña, incluso siendo su hija?
En segundo lugar, el riesgo de un error judicial. Basta un caso de alguien ejecutado por error para desbaratar este camino. Con procesos farragosos, llevados a cabo dentro del contexto de una población enardecida y de medios de comunicación que suelen “dictar” sentencia a través de sus titulares, los juicios no siempre garantizan resoluciones sólidas.
Un estudio publicado el 2014 por la Academia de Ciencias de Estados Unidos ha concluido que el 4,1% de las condenas a muerte en ese país fueron por errores judiciales. Los dos casos más sonados de ejecutados por este tipo de delito en el Perú son demostrativos. Uno, el del Monstruo de Armendáriz, fusilado en 1957 siendo inocente. Medicina legal lo descubrió años después. El último fusilado, en 1970, Udilberto Vásquez Bautista, no solo es hoy considerado inocente por la población de Cajamarca , sino que su tumba convoca fieles y procesiones en su homenaje.
Tercero: la pena capital se bate en retirada en el mundo. Hoy se llevan a cabo ejecuciones solo en 23 países; eran 40 hace 20 años. Un total de 141 países (dos tercios del total) son ya abolicionistas, en la ley o en los hechos; hace 40 años eran solo 16.
En cuarto lugar, por razones jurídicas la mayoría abrumadora de países latinoamericanos tienen prohibido restablecer la pena de muerte en virtud de un tratado internacional, la Convención Americana de Derechos Humanos. Para cambiar su ley penal interna se tendrían que denunciar, primero, ese tratado y, luego de dos años, solo podrían modificar la legislación penal para los delitos que se produjeran a partir de allí.
Estas imposibilidades y las conclusiones de la experiencia cierran, felizmente, un camino tan azaroso y de amenazas a la vida de posibles inocentes como la extensión de la pena capital. No creo, en consecuencia, que la pena de muerte se restablecerá. Sin embargo, ello plantea, con urgencia, la necesidad de definir, primero, políticas públicas preventivas y, segundo, la de garantizar procesos penales justos, adecuados y eficientes y sanciones penales adecuadas que den garantías a la sociedad.
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