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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Trump, cien días de miedo y demolición

El poder económico es el único que parece poder frenar la deriva autoritaria del presidente de EE UU, pero en materia de derechos los estragos de su política pueden durar años

Editorial 27 04 2025
El País

Primero fue a por los inmigrantes; ahora va a por los jueces. La obsesión del Gobierno de Donald Trump por extender el terror ente los millones de extranjeros que viven en Estados Unidos subió significativamente de nivel este jueves, cuando una jueza local de Milwaukee fue detenida y acusada de entorpecer la labor de la policía, que pretendía arrestar a un inmigrante en su juzgado. Pase lo que pase con el caso, el mensaje es diáfano: no hay lugar seguro para aquellos a los que, diga lo que diga la ley, el presidente considera sus enemigos. Y cada vez son más los ciudadanos, estadounidenses o no, a los que su Administración incluye en esa categoría, en una deriva autoritaria que hay que empezar a llamar por su nombre.

El de Milwaukee no es más que el enésimo episodio de intimidación, trágicamente coherente con todo lo que hace la Casa Blanca desde que el 20 de enero —este miércoles se cumplen 100 días— Trump comenzó a derogar arbitrariamente derechos civiles, compromisos internacionales y acuerdos comerciales a golpe de decreto. La furia xenófoba es apenas un aspecto en el que el mandatario republicano ha mostrado cuál es su concepción del poder: acumular tanto como pueda no ya en su Gobierno, sino en su persona, y hacerlo ignorando usos, pactos e incluso leyes, mientras elimina posibles resistencias por medio de la coacción. Así ha condicionado la vida de inmigrantes, universidades, abogados, medios de comunicación, empresas, mercados y países, es una síntesis de ideología ultra y gestión caótica.

Trump ha firmado en poco más de tres meses 137 decretos, más que ningún presidente en la historia. Algunos son simbólicos, como eliminar las pajitas de papel en la Administración o cambiarle el nombre al golfo de México. Otros son un ataque directo a la Constitución, como revertir el derecho de ciudadanía por nacimiento o reasignar presupuestos asignados por el Congreso. Lo único que tienen en común es la voluntad de intimidar a todas las instituciones, públicas y privadas, para expandir el dominio discrecional de una Casa Blanca a su servicio y el de la ideología ultra de sus partidarios.

Se han presentado más de 80 denuncias contra esas órdenes pidiendo su paralización cautelar, muchas con éxito. Pero esas derrotas son sistemáticamente recurridas con la evidente intención de llevar los casos cuanto antes ante un Tribunal Supremo que Trump considera de su parte. Seis jueces conservadores y tres progresistas tienen en sus manos ahora mismo asuntos esenciales de separación de poderes, derechos civiles e incluso derechos humanos hasta hace poco intocables.

De la misma forma que ha socavado el orden constitucional estadounidense, la Casa Blanca ha actuado como una bola de demolición del orden internacional. El diplomático y el económico. Así, Benjamín Netanyahu ha recibido su bendición para decidir a sangre y fuego el destino de Gaza sobre un manto de ruinas y más de 50.000 cadáveres de civiles. Además de retirar a EE UU de la OMS y del Acuerdo de París contra el cambio climático, la agencia de ayuda internacional, USAID, ha sido desmantelada, con pavorosas consecuencias en lugares del mundo donde su labor no tiene sustitución posible.

Pero nada ejemplifica la voladura del orden internacional como la guerra de Ucrania. Se ha derrumbado la idea de que EE UU vaya a defender a ningún país de la agresión de Rusia. Washington ha dejado de considerar una cuestión estratégica la defensa de Europa y 80 años de alianza occidental han pasado a la historia. En esta nueva era, el presidente de EE UU se presenta como alguien que juega a la neutralidad y que bien puede presionar verbalmente al invasor Putin, como este sábado, bien amenazar a Zelenski exigiéndole una capitulación con argumentos que en poco difieren de los del Kremlin.

La arbitrariedad y el atropello se han extendido a los acuerdos comerciales a través de una política arancelaria que ha puesto en riesgo tanto la estabilidad económica mundial como la prosperidad estadounidense. Las reacciones van desde el sometimiento de países pequeños y la prudencia de la UE, hasta la escalada frontal de China. Trump considera que el mundo tiene que pagar un peaje por hacer negocios con EE UU, una arrogancia que está empezando a crear alianzas al margen de Washington y aislándolo de la globalización que, sobre el pilar del dólar, lo convirtió en la primera potencia.

Da la impresión de que solo el poder empresarial que lo rodea y el capital que lo apoyó desde fuera pueden puede detener la destructora y autodestructiva deriva de Trump en materia económica. Ha sido el único freno que ha funcionado en estos tres meses largos. En materia medioambiental, de cooperación internacional y, sobre todo, de derechos civiles, los estragos pueden durar años. La negativa de la universidad de Harvard al avasallamiento de su autonomía y la actitud de algunos jueces son los primeros síntomas de que la sociedad estadounidense, como el resto del mundo, empieza a salir del shock en el que vive desde hace casi 100 días. La respuesta del trumpismo a esa resistencia acabará de definir el régimen instalado en Washington.

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