Acabar a tortas
Políticos, empresarios y periodistas tienen una enorme responsabilidad en el clima político y social de la convivencia

El expresidente del Gobierno, Mariano Rajoy, compareció el 5 de marzo en la Comisión del Congreso que investiga la Operación Cataluña. Al día siguiente, Javier Casqueiro daba cuenta en EL PAÍS de la gran tensión con la que transcurrió, con constantes cruces de acusaciones, insultos y una notable carga de violencia verbal. El periodista escribe que el expresidente Rajoy al terminar su comparecencia “auguró que por ese camino cualquier día vamos a terminar a tortas”.
Me impactó esa declaración de un expresidente en los pasillos del Congreso. En la historia contemporánea de España demasiadas veces hemos acabado “a tortas”. Nuestros siglos XIX y XX han sido una sucesión casi ininterrumpida de guerras civiles. El llorado maestro de historiadores, José María Jover, escribió que “la violencia política en el comportamiento ciudadano del pueblo español durante el siglo XIX es algo inducido desde niveles superiores de la sociedad; no espontáneo. El cainismo no es fruto espontáneo del pueblo español”. Lo mismo puede decirse del comportamiento ciudadano en el siglo XX.
Sabemos a dónde condujo recurrir a “la dialéctica de los puños y de las pistolas” y a utilizar las “palabras como puños”. Conocemos el resultado de la intransigencia política en los años treinta.
No pretendo hacer un paralelismo con la situación actual, soy consciente de las diferencias, pero por desgracia se observan algunos brotes políticos y sociales que, salvadas las distancias, recuerdan a acontecimientos y situaciones que creíamos erradicadas de Europa para siempre. Lamentablemente, proliferan los discursos de odio.
Por su indudable influencia, los “niveles superiores de la sociedad” tienen una enorme responsabilidad en el transcurso de los acontecimientos e influyen decisivamente en el clima político y social de la sociedad. Incluyo en estos “niveles superiores” a políticos, empresarios, sindicalistas, periodistas… En vez de inducir al cainismo y fomentar el odio, deberían hacer pedagogía política de la convivencia, del diálogo y de las buenas prácticas democráticas. Una de ellas es no convertir al adversario en enemigo: a un adversario se le respeta y con él se puede dialogar pacíficamente, a un enemigo se le niega el pan y la sal y se le quiere aniquilar.
En la Comisión parlamentaria antes citada, la acusación más reiterada que se cruzaron los intervinientes fue la de “mentiroso”. Por desgracia, en los tiempos que corren hay que reivindicar el valor que la verdad debería tener en la política. En un librito titulado Sobre la verdad, Harry G. Frankfurt, profesor de Filosofía en Princeton, lamenta que “vivimos una época en la cual, por extraño que parezca, muchos individuos bastante cultivados consideran que la verdad no merece ningún respeto especial”. Sin embargo, como han señalado algunos filósofos, la mentira debilita la cohesión humana de manera irreparable. Kant, en Lecciones de ética, señala que la sinceridad es imprescindible en el trato social y Montaigne escribió que “el mentir es vicio maldito” e insistió en que “quien falsea la palabra traiciona la relación pública”. En efecto, la mentira socava la confianza de los ciudadanos en la política.
Siempre hemos creído que, aun reconocida la subjetividad, en la interpretación de la realidad hay ciertos límites que no se pueden ignorar. Frankfurt comenta que ese es el espíritu de la famosa respuesta de Georges Clemenceau cuando le pidieron que especulase sobre qué dirían los historiadores sobre la Primera Guerra Mundial: “Desde luego, no dirán que Bélgica invadió Alemania”. Me acordé de la frase el otro día al leer que el presidente Trump acusaba a Ucrania de haber empezado la guerra… Un grave síntoma del signo de los tiempos ante el que es imprescindible reaccionar defendiendo que la verdad merece el más sagrado de los respetos. La proliferación de fake news, el recurso a la inteligencia artificial para hacer montajes falsos y la utilización de la posverdad para desinformar son en definitiva pruebas de desprecio a la verdad y de banalización de la mentira.
Deberíamos releer lo que escribió Montaigne en De los mentirosos: “Si conociéramos el horror y el peso de la mentira, la perseguiríamos hasta la hoguera con más justicia que a otros crímenes“.
Hay una modalidad de tergiversación de la verdad que se considera como atenuante de la mentira, lo que podríamos llamar charlatanería, una explicación confusa, próxima al engaño. El escritor y guionista Eric Ambler cuenta en una de sus novelas el consejo que un padre le dio a su hijo, dando por hecho que es preferible “cantinflear” a faltar a la verdad: “Nunca digas una mentira cuando puedas salir al paso con charlatanería”. Conocemos demasiados oradores que parecen seguir este consejo.
Regenerar la política implica reivindicar la importancia de la verdad y desterrar los discursos de odio que conducen a enfrentamientos pasionales e irracionales. Viendo algunos comportamientos, individuales y colectivos, me acuerdo del poema de W.H. Auden, No habrá paz : “Su causa, si tuvieron una, no les importa nada; / Ellos odian por el hecho de odiar.”
Pero aun así todavía hay margen a la esperanza y, como dice un verso de Philip Larkin, “debemos ser amables mientras todavía hay tiempo.”
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