Pequeños actos de rebeldía
Por supuesto que el desorden puede producir estrés. ¿Es este un buen motivo para tirarlo todo? También me abruma mi familia y no me deshago de ella
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Cada vez que escucho que el minimalismo ya no está de moda, doy un brinco de alegría. Periódicamente, nos asaltan noticias alarmistas sobre los peligros del síndrome del acumulador, o lo que es peor, el síndrome de Diógenes, cuando lo que se acumula es basura. ¿Basura para quién?, habría que preguntar. Hace aproximadamente una década se puso de moda el método Konmari. Marie Kondo nos convenció del valor emocional de los objetos. Su fórmula para organizar armarios se viralizó: “si algo no te hace feliz, deshazte de ello”. Con este lema se coló en millones de hogares y millones de hogares se lanzaron a tirar con la conciencia tranquila, avalados por la sabiduría japonesa. Los únicos que ponían algo de cordura al ver desaparecer objetos eran los niños, que sibilinamente, recuperaban de la basura lo ya descartado. ¿Cuántas reprimendas caen todos los días por este comportamiento? Hay una edad maravillosa en la que la creatividad efervescente entiende el valor del encuentro con el descarte y sabe —aunque sea incapaz de articularlo— que una casa o un armario sin objetos inservibles es como un cerebro sin actos fallidos, un horror y un terrible aburrimiento.
Por supuesto que el desorden puede producir estrés. No hay nada más agobiante que toparse todo el tiempo con el desorden ajeno. ¿Es este un buen motivo para tirarlo todo? También me abruma mi familia y no me deshago de ella. Muchas personas nos estresan y aguantamos. ¿Deberíamos resistirnos un poco antes de prescindir de algo? ¿Podría tener otro uso? ¿Cuál es su origen? ¿Quiénes lo fabricaron? ¿Qué medios se utilizaron para su elaboración y transporte? Dar importancia a cada objeto es un pequeño acto de rebeldía contra un sistema que opaca su propio funcionamiento.
Marta D. Riezu en su ensayo La moda justa. Una invitación a vestir con ética habla de la falta de respeto que supone renovar nuestro armario a la ligera. “La única prenda ecológica es la que no se fabrica”, dice. La Sustainable Apparel Coalition sostiene que para neutralizar el impacto ecológico de una prenda se requiere un uso de diez años. La fast fashion es una industria reciente. Presentó la ropa como algo desechable, pero no fue la pionera en entender que lo de usar y tirar era mucho más provechoso para aumentar los beneficios de ciertas empresas. Acumular dinero y poder en pocas manos siempre ha gozado de predicamento.
En el año 1924, los líderes de las compañías eléctricas más importantes del mundo se reunieron en Ginebra para firmar un documento que estandarizaba y controlaba la fabricación de las bombillas. Acababa de nacer la “obsolescencia programada”. El cártel de empresas, conocido como Phoebus, obligaba a reducir la vida útil de las bombillas un sesenta por ciento. Se pactaron cuantiosas multas si los socios no cumplían la normativa. El objetivo era aumentar las ganancias fijando conjuntamente los precios y las cuotas de producción. Una bombilla eléctrica pasó entonces de 2.500 horas de vida útil a 1.000. La antigua fábrica de Osram en Berlín Oriental escondió el secreto hasta que, tras la caída del Muro, el investigador Helmut Herger encontró los documentos olvidados. Recientemente, la Unión Europea proclamó la primera ley que trata de frenar el abuso obligando a las empresas a hacer más accesibles las reparaciones. El argumento ecológico sería suficiente para justificar el toque de atención, pero acumular, en el sentido de no desprenderse fácilmente, de conservar y custodiar nos da además una pequeña cuota de autonomía indispensable para mantener la democracia.
Reparar y reutilizar es un acto de rebeldía. Hacerlo supone aceptar las inconveniencias de nadar contra corriente. Estas actividades, especialmente si es una misma quien se lanza a la aventura, requieren, en general, de todo lo que se nos está vedando: tiempo, conocimientos y espacio. Un estudio reciente desveló que los jóvenes entre 16 y 27 años prefieren llamar a otras personas para que hagan las tareas básicas de bricolaje por ellos, practicando lo que ha venido en llamarse GOTDIT (consigue que otra persona lo haga). La periodista británica Ellie Muir reaccionó alegando en The Independent que si no realizan esas tareas es porque no pueden. Poner un clavo en una pared viviendo de alquiler, podría suponerles perder la fianza.
Sea como fuere, hay un campo en el que no hay excusa para no volverse ambiciosos. ¿Se imaginan a Cicerón organizando sus conocimientos en un palacio de la memoria en un sitio pequeño donde no hubiera nada? El famoso orador se habría quedado rápidamente sin palabras. Habrá quien piense que hablar de Cicerón hoy en día no tiene sentido, ¿quién quiere utilizar métodos de memorización teniendo una buena batería de móvil? Acumular conocimientos en la actualidad está casi tan mal visto como acumular trastos. Mucho mejor depender de un aparatito cuadrado para cualquier conversación de sobremesa. Con una buena wifi, ¿quién necesita de mnemotecnia? Confiemos en que los popes de la tecnología no tengan a bien usar sus poderosos aparatos para controlar nuestras mentes en su propio beneficio. ¿Cómo dicen? ¿Que ya lo hacen? Y, díganme, ¿a quién llamamos?
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