No logramos desprendernos de objetos: ¿síndrome de Diógenes o trastorno por acumulación?
El análisis de los problemas mentales asociados al acopio patológico nos hace reflexionar acerca de nuestra relación con productos y enseres
Leyendo Funes, el memorioso, de Borges, supimos que una excesiva capacidad para recordar puede ser una condena vital, que impida incluso pensar (porque pensar es “olvidar diferencias, generalizar, abstraer”). Algo similar ocurre con la apreciación del valor intrínseco que tienen los objetos: para los pacientes con trastorno de acumulación, todas las cosas tienen un valor, un sentido, una utilidad, una emoción asociada, un beneficio, un recuerdo, y, por tanto, todas son ansiadas y deseadas y ninguna puede tirarse. Al adquirirlas compulsivamente y no tirar ninguna de ellas, la acumulación es cada vez más desorbitada, va dejando poco espacio físico para la supervivencia y, en ese océano de valiosas cosas, el paciente naufraga y se ahoga.
El trastorno por acumulación se define en el DSM-5 como la adquisición e incapacidad para tirar y desprenderse de objetos y pertenencias que aparentemente son inútiles o de valor muy limitado. El paciente pondría serias objeciones a la coletilla —subjetiva, al fin y al cabo— de “valor muy limitado”. Hace años, en la casa de un paciente acumulador, rodeado de enormes pilas de periódicos, revistas, cartas, facturas, cajas, perchas, ropa antigua, lámparas, bolsas de plástico, medicamentos, objetos de aseo, candelabros, botellas y cintas de vídeo VHS, que apenas dejaban un estrecho pasillo para alcanzar el colchón donde dormía, me atreví a preguntar: “¿pero todo esto por qué?”. Y la cara del paciente se transfiguró y me contestó con delectación: “porque vosotros no lo veis, pero, por ejemplo, este Diario 16 de 1989 —y lo sacó de una columna a punto de desmoronarse— es una joya para conocer la España de la época; mira, los artículos no están leídos, los crucigramas no están rellenos, puedo divertirme viendo los anuncios, la programación de la tele, la receta de cocina, las esquelas…, tirarlo sería un crimen”. Una silla rota con tres patas, hurtada de un punto limpio de Alcalá de Henares, era una lujosa fuente de piezas de madera que yo iba a necesitar algún día con total seguridad. Una cortina mohosa era una pieza exuberante; me atrevería a decir que, para él, era sagrada. No solo veía utilidad en el objeto, veía belleza en esa utilidad imaginada.
Cualquiera de nosotros, aunque a menor escala, es un poco acumulador, por ejemplo, cuando nos resistimos a tirar a la basura nuestros apuntes de la carrera, ya desactualizados e inútiles: sería violentar nuestro recuerdo de juventud. William James consideraba la adquisición como un instinto común en la población general, un patrón fijo de acción —por otro lado, base del consumismo desatado que hace que la rueda económica gire—. Freud sugirió su asociación con el anhelo de orden, la avaricia y la obstinación, constituyendo una personalidad precursora de la obsesiva, resultado de la fijación anal (la terminología psicoanalítica es escatológica). Erich Fromm y otros sugirieron que la incapacidad de tirar objetos ante la posibilidad de necesitarlos en el futuro es una desesperada forma de buscar control ante un entorno amenazante. Esto es congruente con la mayor incidencia encontrada en supervivientes de guerra o, como indican varios estudios publicados, del Holocausto. En nuestro entorno todos hemos conocido a una abuela que no tiraba nada, desde que ocurrió “la maldita guerra”. Lo contrario a nuestra opulencia consumista, la obsolescencia programada de los aparatos y su consecuencia, la tendencia a tirarlo y comprarlo todo de nuevo.
Desde la perspectiva evolucionista, la conducta acumuladora se asocia con la recolección y almacenamiento de alimentos por parte de roedores, pájaros y otros animales, constituyendo un aspecto más del ciclo vital. Y en estudios experimentales con ratas se ha encontrado que lesiones de una zona del hipocampo (la dorsal) provocan un aumento de la conducta de acumulación, mientras que en otras disminuye. Su relación con la acumulación humana no está clara, si bien en pacientes obsesivos se produce también una liberación de programas primitivos de conducta relacionados con el aseo y la territorialidad, que normalmente están controladas por los ganglios basales y que se activan por disfunciones del lóbulo frontal. Como siempre, lo cultural y lo neurobiológico están íntimamente engarzados. El caso es que en torno al 2 % de la población padece trastorno de acumulación, lo que conlleva una alta carga de discapacidad, sufrimiento y fuerte asociación con la depresión. Clásicamente relacionado con el trastorno obsesivo compulsivo (entre el 20-40 % de pacientes con TOC acumulan), tiene, sin embargo, características propias, entre las que destaca que es egosintónico, es decir, que el paciente no reconoce su conducta como patológica (a diferencia del TOC, que es egodistónico). El tratamiento con antidepresivos y terapia cognitivo-conductual parece eficaz, aunque la evidencia es mucho menor que en otros trastornos.
El síndrome de Diógenes, bajo una apariencia similar, es un fenómeno completamente distinto. Su núcleo psicopatológico es el total abandono personal y social, el descuido, la acumulación de grandes cantidades de basura y desperdicios, a veces de animales domésticos y sus excrementos, el cúmulo de objetos aleatorios recogidos en la calle sin una clara intención, junto a un progresivo aislamiento en ese caótico y hediondo hogar. El paciente no argumenta ningún porqué de su acumulación, sino que la minimiza, le parece normal. Afecta fundamentalmente a ancianos que viven solos, generan lógicamente un grave problema de convivencia y salud pública en su vecindario, aparte de complicaciones médicas: pueden morir de desnutrición y deshidratación. No está recogido en los manuales diagnósticos internacionales como categoría, porque puede aparecer en distintas enfermedades. En más de la mitad de los casos hay identificado un trastorno mental grave: demencia, esquizofrenia, trastorno de personalidad o depresión. Es habitual la interacción de rasgos previos de personalidad, factores estresores propios de la tercera edad, como viudedad o limitaciones sensoriales, aislamiento social y progresivo deterioro del funcionamiento diario. Lo habitual es que el paciente rechace violentamente la ayuda externa. El término Síndrome de Diógenes se ha popularizado mucho y hecho extensible, erróneamente, a cualquier forma de acumulación. También es equívoco el nombre, dado que el filósofo griego Diógenes, en realidad, promovió la independencia de las necesidades materiales y los ideales de la privación, cuando lo que hay en estos pacientes es puro descuido (de la higiene, la alimentación y los objetos), no una postura filosófica.
Por último, hay una acumulación por coleccionismo patológico. La mayoría de los niños y algunos adultos coleccionan cromos, sellos, monedas, libros o soldaditos de plomo, y esta actividad es organizada, ordenada, registrada. El coleccionista individualiza cada valioso objeto según sus características específicas, colocándolo en un lugar correspondiente, en su álbum, caja o mueble. Los objetos recogidos son a menudo apreciados por otros coleccionistas del mismo material, pudiendo alcanzar valor científico, artístico o económico. Esta actividad, en principio sana y a veces admirable, puede devenir en adicción, e invadir el tiempo y el espacio del sujeto y su familia.
En resumen, el acumulador es incapaz de afrontar la vida desprendiéndose de los objetos, todos ellos potencialmente útiles; el Diógenes, en mitad del descuido total, acumula desordenadamente basura y desperdicios; el coleccionista reúne y cataloga tesoros. Y nosotros seguiremos relacionándonos como podamos con las cosas: con su utilidad, su significado, su simbolismo. Amaremos la casa familiar que acabó destruida, guardaremos con celo ese reloj que utilizó nuestro padre, nos sentiremos íntimamente acompañados por las páginas dobladas de ese libro, tocaremos la tierra, las piedras, como si nos conectaran a la vida.
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