Un país sin presupuestos
El bloqueo de las cuentas públicas en el Estado y en siete autonomías no hará que se resienta la economía, pero es una derrota de la política
Un fantasma recorre España: el bloqueo de los presupuestos en todos los niveles de gobernanza —estatal, autonómico y municipal. Su paralización amenaza con dejar al país, de forma generalizada, huérfano de cuentas públicas. Y aunque a veces se olvida, el momento presupuestario es la máxima expresión de la política: cómo obtenemos los recursos y a qué fines colectivos los destinamos. La jerarquía en las partidas traduce las prioridades de un modo de gobierno.
Las amenazas de bloqueo —al menos con la intensidad actual— son un fenómeno novedoso que perjudica a la ciudadanía, a la que se escatima el conocimiento del modo en que se generan los ingresos fiscales y de cómo se aplican a los distintos gastos. Merma la credibilidad de la política misma porque dificulta la rendición de cuentas —elemento nuclear en un Estado de derecho— y tiende a desprestigiar a un sistema democrático maduro en el que la fragmentación de las fuerzas políticas no logra habilitar alianzas parlamentarias que garanticen la estabilidad.
Es explicable si la discrepancia obedece a abismos insalvables de la política económica articulada en un presupuesto. Si se debe al cálculo partidista, a la inminencia de unas elecciones o a la búsqueda oportunista de un momento de gloria mediática, resulta muy discutible. Por desgracia menudea más este último caso. El virus, que afecta a todas las administraciones, suele nacer de los aliados minoritarios, que aprovechan su poder en el momento estelar de negociar las cuentas públicas.
En los Presupuestos generales del Estado el gran pulso lo libra Junts. Las acusaciones de Carles Puigdemont del presunto incumplimiento por parte del Gobierno de los acuerdos alcanzados son endebles: ni la aplicación de la amnistía, ni la elevación del estatuto de la lengua catalana en la UE dependen ya de Pedro Sánchez; y la delegación a Cataluña de todas las competencias sobre inmigración debilitaría la política exterior, prerrogativa del Estado. En la otra orilla ideológica, también Podemos bloquea unos eventuales Presupuestos al exigir un impuesto a las eléctricas que el Gobierno no puede imponer sin perder el apoyo del PNV y de Junts.
Una variante de esta parálisis tiene lugar a nivel autonómico en la media docena de comunidades en las que gobernaban PP y Vox hasta que en julio Santiago Abascal ordenó a sus barones romper con los populares. Su resituación en Baleares y en Valencia —o los pulsos municipales en Sevilla y en Burgos— no parecen reducir por ahora la base electoral de los ultras, pero complican los tímidos intentos del PP de vestirse de centroderecha templado.
Una variante de esos obstáculos se produce en Cataluña. El reciente cambio de dirección en Esquerra ha puesto al frente de los republicanos a Oriol Junqueras, empeñado en competir con el Junts de Carles Puigdemont —otro líder del fracasado procés— por el monopolio del rupturismo independentista. Tal pugna no hace más que subrayar la contradicción de haber pasado de apoyar la investidura de Salvador Illa a escamotearle un instrumento clave de la gobernación tras apenas un semestre al frente de la Generalitat. La extensión de ese escamoteo al Ayuntamiento barcelonés, en el que había madurado la colaboración entre PSC y ERC, tampoco favorece la credibilidad de los Comunes.
Los ejemplos crecen al compás de la polarización y de la quiebra del rol tradicional de una oposición constructiva. El escepticismo presupuestario —insensible a la gravedad de la ausencia de cuentas— es hoy más inadecuado que nunca, cuando los ciudadanos reclaman una más intensa actuación de los poderes públicos en tiempos de incertidumbre internacional y en circunstancias adversas, como una catástrofe natural o una crisis energética. El bloqueo antipresupuestos va camino de convertirse en pilar de la antipolítica. Razón de más para rechazarlo.
El presupuesto es la ley más política que puede sacar adelante un Gobierno. Con el viejo bipartidismo imperfecto era casi obligado. ¿Es mejor aprobarlo? Sin duda. ¿Es un drama insuperable prorrogar las cuentas estatales? Económicamente, el PIB crece en torno al 3%, los ingresos fiscales suben y las cuentas del año pasado no son del todo incoherentes con la situación actual. Además, hay alternativas desde el punto de vista de la técnica parlamentaria para aprobar las soluciones que España necesita para los problemas más acuciantes si la coalición de Gobierno apuesta por una prórroga. Es el caso de, por ejemplo, la vivienda; si bien es cierto que la reforma de la financiación autonómica sería aún más complicada.
Estados Unidos lleva años sin cuentas públicas. En la UE, ni Alemania ni Francia ni otros socios de menor tamaño han logrado luz verde para sus presupuestos y han seguido adelante: España no sería la excepción en el contexto de enorme fragmentación parlamentaria que afecta a todo el continente. El Gobierno sigue intentándolo, pero la aritmética de los apoyos en el Congreso aboca a la coalición a un difícil equilibrio y a negociar a izquierda y derecha para obtener compensaciones a veces contradictorias.
El arte de forjar alianzas es hoy más difícil que nunca, y esa dificultad hace más improbables los Presupuestos. Sánchez tendrá un problema si finalmente no logra luz verde. La prórroga no es de ninguna manera lo óptimo. La política, sin embargo, es una negociación perpetua con la realidad. Y la realidad política española es una máquina de presentar cada día nuevos dilemas en contextos inéditos.
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