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Tribuna
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Panamá no es solo una obsesión de Trump

El estratégico istmo ha sido parte central de la geopolítica de Estados Unidos, que ha ambicionado su control desde el siglo XIX

Puente del Centenario, en el Canal de Panamá.
Puente del Centenario, en el Canal de Panamá.Danny Lehman (Getty)

Algunas obras del hombre resultan inabarcables para la crónica. Es preciso asomarse a ellas para dimensionar su inasible magnitud. En 2007, de paso por el istmo centroamericano, unos amigos panameños me acompañaron a ver el canal de Panamá.

Mientras uno se acerca al Canal, inmensos buques avanzan pesados entre un fondo de hierba y asfalto en lo que parece ser una navegación imposible. Solo cuando te aproximas a la colosal infraestructura se desvela el magistral truco: decenas de kilómetros de hormigón, un colosal lago artificial —el Gatún— y un entramado de complejas esclusas permiten a los gigantescos buques cruzar la selva centroamericana.

En los días en que conocí el Canal, gobernaba Panamá Martín Torrijos, el hijo del histórico gobernante panameño Omar Torrijos. Torrijos fue el autor de la gesta de la recuperación del Canal para los panameños de manos estadounidenses. El 7 de septiembre de 1977, Torrijos firmó un acuerdo con el recientemente desaparecido presidente norteamericano Jimmy Carter. Los tratados suscritos establecían la devolución progresiva del control del canal a manos panameñas.

El 31 de diciembre de 1999, a un minuto de la media noche, los panameños recuperaban el control de la colosal infraestructura. EE UU abandonaba también la conocida como “Zona del Canal”, una faja de tierra de 1.432 kilómetros cuadrados de superficie y ocho kilómetros de ancho a cada lado del eje del Canal. La habían ocupado durante casi un siglo.

Hasta 100.000 norteamericanos llegaron a vivir en esta Zona que albergaba una importante base militar, Fuerte Clayton, así como las instalaciones de infausta memoria de la Escuela de las Américas, donde recibieron formación y entrenamiento 50.000 militares latinoamericanos, entre otros Jorge Rafael Videla, Augusto Pinochet y Hugo Bánzer, protagonistas de cruentas dictaduras militares en Argentina, Chile y Bolivia respectivamente.

El pasado 8 de enero, otro presidente estadounidense, Donald Trump, declaraba ante distintos reporteros que “podría ser que tengamos que hacer algo. El canal de Panamá es vital para nuestro país”.

Lo cierto es que efectivamente el canal de Panamá es vital para el comercio exterior estadounidense. A lo largo de 2024 entre 27 y 33 buques, en su mayoría de gran calado, cruzaron cada día el canal de Panamá. Más de 11.000 buques en el último año. Si bien el istmo de Panamá es solo uno de los nueve cuellos de botella principales del tráfico marítimo internacional es, sin lugar a dudas, el principal para el tráfico marítimo norteamericano. Por sus 64 kilómetros circula el 40% del tráfico de contenedores con destino u origen en EE UU.

La obsesión de Trump por el Canal no es exclusiva del histriónico magnate. Todo su discurso en lo que se refiere a este estrecho ha sido desempolvado del historial de campaña de uno de sus referentes, Ronald Reagan, que hizo de esta cuestión uno de sus principales trampolines para llegar a la Casa Blanca.

Cuando el 7 de septiembre de 1977 Carter firmó los tratados Torrijos-Carter, Reagan, exactor de Hollywood y dos veces gobernador de California, se situó como referencia opositora a los tratados. Tan solo un par de años más tarde ganaría la presidencia de EE UU con un lema que hoy nos resulta conocido: Let’s Make America Great Again.

El entonces candidato Reagan llegaría a decir: “En el tema del Canal, nosotros lo construimos, nosotros lo pagamos, es nuestro, y debemos decirle a Torrijos y compañía que nosotros lo vamos a mantener como nuestro”, recalcando que el Canal era esencial para la proyección de poder militar y económico de Estados Unidos en el mundo. Para Reagan, el Canal “pertenece legítimamente a los Estados Unidos”.

Asombrosa similitud entre los discursos de dos presidentes separados por más de cuatro décadas.

Reagan no fue el primero en querer hacer prevalecer los intereses estadounidenses sobre la soberanía del pequeño país centroamericano. De hecho, la propia historia de la República de Panamá está íntimamente ligada a la historia del Canal.

Hasta 1903 Panamá no existía como nación independiente. Colombia administraba el territorio panameño con esporádicas interrupciones desde su independencia de la Corona española. Apenas un par de décadas después de esta, en 1846, los estadounidenses, conscientes de la importancia del paso estratégico, firmaron el tratado Mallarino-Bidlack con los colombianos. Aquel tratado, preludio del tratado que habilitaría la construcción del Canal, establecía que el Gobierno de Nueva Granada (como se conocía entonces a Colombia) garantizaba al Gobierno de los Estados Unidos el derecho de vía o tránsito a través del istmo de Panamá, por cualquier medio de comunicación existente entonces o en el futuro pudiera abrirse.

El futuro canal que anticipaba Bidlack tardaría medio siglo en realizarse y pasaría por el fracaso de un intento francés. Ferdinand de Lesseps fracasaría en Panamá donde había triunfado en Suez. En enero de 1903, el embajador colombiano Tomás Herrán y el Secretario de Estado norteamericano John Hay negociaron un nuevo tratado por el que los norteamericanos retomarían la construcción del Canal. Sin embargo, un fragmentado Senado colombiano se negó a firmar un documento que implicaba una importante cesión territorial.

EE UU anhelaba la ruta transoceánica y encontró la solución a la decepción colombiana en los anhelos independentistas de los panameños. Tan solo tres meses después del portazo del senado colombiano, los panameños, con apoyo e impulso norteamericanos, se independizaban de Colombia. Solo 15 días más tarde, el nuevo y flamante gobierno de la recién nacida república panameña firmaba el Tratado Hay-Bunau Varilla, un tratado que cedía los derechos sobre el canal a EE UU a perpetuidad.

Un siglo más tarde, el estratégico país no ha dejado de ser eje de tensiones geoestratégicas. Para muestra un botón: en 2018, China abandonó su apuesta por construir un nuevo canal a través de Nicaragua. A cambio, Panamá —y su estratégica infraestructura con él— rompió sus históricas relaciones con Taiwán, un país al que solo 14 países aliados de EE UU reconocen y sobre el cual China reclama soberanía.

Trump mira hoy a Panamá y Groenlandia mientras Putin se expande a su oeste en Ucrania y Crimea. China ocupa posiciones en África al tiempo que reclama su soberanía sobre Taiwán. Los argumentos expansionistas resuenan con eco en la historia: espacio vital, seguridad económica, pertenencia legítima... En 1987 el brillante historiador Eric Hobsbawm describió el último ciclo mundial en el que superpotencias disputaron su hegemonía sobre el territorio y la geografía global como “la era del imperio”. La enmarcó entre 1870 y 1914, y precedió a la mayor hecatombe bélica que haya conocido la humanidad, la primera y la segunda mundial.

Ojalá un siglo más tarde hayamos aprendido algo de la historia.


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