Imperio de la ley, justicia y convicciones morales (y III)
Cuando la ley deja lagunas o espacios sin cubrir, los jueces tienen que esforzarse en contrastar sus convicciones personales intuitivas o emocionales para verificar que encajan con una interpretación integral del ordenamiento y del pluralismo de valores presentes
El recordatorio de algunas sentencias de nuestros tribunales prueba que en nuestro país ocurre lo mismo que en el ámbito judicial y en la literatura jurídica de lo que dábamos en llamar Occidente: que las convicciones y sentimientos morales —cualesquiera que sean los términos con que se denominen— pueden influir en las decisiones de los tribunales. Kelsen, el gran teórico del positivismo, consideraba “norma inferior” (en la jerarquía de fuentes) la que crea para el caso concreto la sentencia judicial teniendo en cuenta no solo la ley “sino también otras normas no jurídicas relativas a la moral, a la justicia o el bien público” (aparte de otros valores), sosteniendo que la creación de esa norma inferior “se deja a la libre apreciación del órgano competente” en lo que no estuviese determinado por la legislación (Teoría pura del Derecho, X.5). Es en esas “normas no jurídicas” donde surgen y anidan, justamente, las convicciones morales. Semejante posición a la del gran maestro del positivismo mantuvo Hart, aunque la aclaró en el sentido de que esa discrecionalidad o libre apreciación no tenía por qué ser ni capricho ni arbitrariedad, reduciendo así diferencias con Dworkin, su crítico, que provocativamente subtituló como “Lectura moral de la Constitución americana” su libro El Derecho de las libertades. Recordar a estas figuras del Derecho no pretende más que constatar el acuerdo sobre la relevante presencia e influencia de las convicciones morales en las decisiones judiciales —con esa u otras denominaciones, pero para referirse a lo mismo—, sin entrar aquí en más detalles sobre las tesis y debates de los citados autores.
Igualmente, nuestra Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa evita hablar, deliberadamente, de conformidad de la actuación administrativa con la Ley para sustituirla por conformidad a Derecho u ordenamiento jurídico, para que no olvidemos “que lo jurídico no se encierra y circunscribe a las disposiciones escritas, sino que se extiende a los principios y a la normatividad inmanente en la naturaleza de las instituciones” (E. M).
El reto, entonces, es cómo conseguir que las convicciones morales se correspondan lo más posible con las que se deducen del conjunto de principios y valores que inspiran la Constitución y el ordenamiento y, así, evitar que caprichosas o sentimentales convicciones de cada juez —no ajustadas a principios y valores del ordenamiento, (integrado básicamente por la Constitución y las leyes, aunque no sólo por ellas)— puedan ser las que determinen la interpretación y aplicación del Derecho, apartándose de sus principios y valores. Tal apartamiento no es extraño si se piensa que los principios y valores del orden constitucional —y los derechos fundamentales que están en su base— se muestran con frecuencia en tensión entre ellos, cuando no en contradicción: libertad de circulación y restricciones a la misma en la pandemia de la covid-19; o libertad de expresión frente a derecho al honor o frente a una jornada de reflexión establecida en garantía de la serena libertad de participación política del ciudadano-elector; o derecho a dar información y derecho a la intimidad o finalmente —y por no seguir— eutanasia y derecho a la vida.
Son esas tensiones, sentidas a veces como contradicciones, las que exigen conciliar hasta donde sea posible todos los derechos y valores en presencia. En definitiva, dar preferencia a unos sobre otros o, incluso, sacrificar unos en beneficio de otros, si no hubiera otro modo de articulación o restricción. Ponderar derechos fundamentales entre sí o con otros bienes constitucionales exige sopesar valores y principios inefables a veces; inefables por difíciles de expresar y concretar en normas generales abstractas aisladas del contexto y de las precisas circunstancias del caso en que entran en conflicto y, así, inasequibles para esa norma general.
Y es ahí donde el juez, obligado a dar una solución, puede hacerlo sin percatarse de que, en esa ponderación de principios y valores, corre el riesgo —él y cualquier jurista— de ser siervo inadvertido de sus prejuicios, sentimientos y representaciones. No se trata de reprochar nada a los jueces, al contrario: de señalar los insondables retos de su función, que son también la razón de su mérito y prestigio, cuando en esas situaciones logran encontrar —esforzándose en extraerla del ordenamiento jurídico y no de sus personales emociones, intuiciones y convicciones— la fórmula magistral de conciliación y articulación de los principios y valores en tensión en cada caso.
Reconocer la influencia de las convicciones morales implica asumir el mandato de que, cuando la ley deja lagunas o espacios sin cubrir, los jueces tienen que ser conscientes y aceptar como regla de conducta —al echar mano de la ponderación de principios y valores— la de esforzarse en contrastar sus convicciones personales intuitivas o emocionales para verificar que encajan con las correspondientes a una interpretación integral del ordenamiento y del pluralismo de valores presentes.
Ello exige reflexionar seriamente sobre cómo asegurar, para la formación de doctrina por el Tribunal Supremo, una búsqueda deliberativa colegial del sentido y significado tanto del ordenamiento como de los hechos concretos objeto de la decisión; una búsqueda deliberativa del mayor ajuste de las plurales convicciones morales de cada magistrado a principios y valores del ordenamiento. Tal cosa solo es posible garantizando que concurran en cada Sala del Supremo (también en órganos colegiados) magistrados independientes y competentes que sean expresión de las plurales sensibilidades presentes en una sociedad de la que el pluralismo es un valor superior.
El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) pretendía, justamente, garantizar todo eso evitando que fueran los ministros de Justicia los determinantes tradicionales de la composición de órganos judiciales interviniendo en los ascensos y carrera de los magistrados. La composición plural del CGPJ, asegurada al exigir una mayoría de tres quintos de cada cámara de las Cortes, obligaba a preservar el pluralismo en las decisiones del propio CGPJ sobre la carrera judicial, al tener que tomarlas por mayoría igualmente cualificada. La renovación del CGPJ cada cinco años —no coincidente en principio con los cuatro de cada legislatura— aseguraba ajustes moderados y no rupturistas a las nuevas preferencias y sentimientos sociales.
Ese sistema se ha roto por un bloqueo por parte del principal partido de la oposición que ha impedido la renovación del CGPJ durante cinco años, como antes había hecho también cuando estaba igualmente en la oposición. Eso pone en duda la continuidad de un sistema de Consejo Judicial que ha sido manipulado y puede volver a serlo.
Lo verdaderamente grave no es el CGPJ —órgano importante, pero solo instrumental para garantizar la independencia judicial— sino la Justicia misma, cuya legitimación ha quedado afectada por tal bloqueo. La ciudadanía ha podido legítimamente presumir que el objetivo directo del bloqueo —cuando su autor pasa a la oposición y toca nombrar otro CGPJ— no fue otro que impedir que el nuevo CGPJ (con otra composición de las Cortes) cumpliera esa misión de ajuste moderado a las nuevas preferencias sociales. Al impedirlo —y seguir ocupando la institución quien ya no debía con nombramientos de miembros de órganos judiciales— son estos órganos quienes sufren haber quedado en entredicho, sin poner en duda aquí la capacidad y méritos de los designados. Quedan en entredicho al haberse alterado irremediablemente cuando correspondía la presencia plural y equilibrada de convicciones y sentimientos morales en los órganos judiciales, decisiva para el imperio de la Ley y la separación de poderes como hemos visto.
Habrá que mantener la esperanza pese a todo; pese a que la positiva renovación del CGPJ no sea fruto espontáneo del cumplimiento de obligaciones constitucionales, sino cesión ante la amenaza de persistir en el dilatado bloqueo —prolongando así el deterioro de la Justicia— si no se aceptaba una adicional en la Ley imponiendo un informe que prescindiera de los mejores modelos de independencia judicial existentes en Europa.
Este artículo es el tercero de una serie de tres.
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