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Columna
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Los asesinos del franquismo

Siempre ha habido nostálgicos de la dictadura, lo novedoso es que lo expliciten en programas electorales o en el Parlamento

Un instante del programa 'Saturday Night Live' en 1975
Un instante del programa 'Saturday Night Live' en 1975
Jordi Amat

Richard Nixon ya había dimitido, de acuerdo, pero el expresidente quiso reaccionar a la noticia de la muerte desde su retiro en California. Declaración oficial: “El general Franco fue un amigo leal y aliado de Estados Unidos. Después de una trágica y sangrienta guerra civil devolvió a España a la recuperación económica. Unificó a una nación dividida a través de una política de firmeza y justicia con quienes habían luchado contra él”. Hacía pocas semanas que se había estrenado el desternillante Saturday Night Live. Uno de los espacios de este programa de humor televisivo era un noticiario satírico que presentaba Chevy Chase, actuando como un periodista serio, elegante y formal. Se cachondearon de Nixon, claro. Mientras el actor repetía las palabras de la declaración, en la pantalla se proyectaba una imagen de Franco con Hitler en Hendaya. El público en el plató se tronchó entonces y también después con este chiste. “A pesar de la muerte de Franco y su esperado funeral de mañana, los médicos dicen que la salud del dictador ha dado un giro a peor”. En los siguientes programas Chase seguía con la coña y leía siempre esta noticia como una última hora: “El generalísimo Francisco Franco sigue muerto”.

La vida sigue igual. Aunque ya no está ad eternum en el Valle de los Caídos para comprobarlo, como fue su lúgubre fantasía nacionalcatólica, todo parece indicar que el tirano sigue muerto. Siempre ha habido algunos nostálgicos de la dictadura rollo Nixon y más novedoso es que lo expliciten en programas electorales o en sede parlamentaria, pero, gracias a Dios, Franco es polvo, es nada. El (des)hecho biológico que se conmemorará este año no trajo la libertad, como proclama el equívoco lema oficial, pero sin duda fue liberador. Desde el golpe de Estado contra la legalidad constitucional de la débil Segunda República hasta las últimas ejecuciones, la coalición contrarrevolucionaria liderada por Franco tuvo como objetivo la destrucción de la conciencia democrática de los españoles. Y a partir de 1939, sobre la constitución de ese desierto (la expresión es de Dionisio Ridruejo), se pretendió edificar primero una purificada nación católica y desde finales de los cincuenta un Estado autoritario a través del cual fundamentar un capitalismo católico hispánico (la interpretación es de José Luis Villacañas). Las elites de este Estado, digan lo que digan, jamás tuvieron como prioridad su democratización (no crean el mito tecnocrático) sino el poder y durante la Transición mantuvieron “el control de un proceso no deseado” (sentenció Ferran Gallego).

Lo no deseado era desembocar en la institucionalización de una democracia plena, como la que sigue posibilitando la Constitución elaborada por las Cortes (y no por el Gobierno, como pretendieron algunos) y plebiscitada por la ciudadanía que había recuperado la soberanía nacional secuestrada al ejercer el voto en las elecciones de 1977. Si así culminó el proceso transicional, pilotado desde las instituciones por las elites reformistas, fue gracias a una sostenida movilización democrática, que tumbó al primer Gobierno de la segunda restauración y que comprometió con el cambio real al presidido por Adolfo Suárez y al propio Rey Juan Carlos. Porque no fue a ellos a quien había liberado la muerte de Franco. Eran y siguieron siendo poder. Liberó a quienes habían arriesgado para reconquistar la libertad durante décadas secuestrada. Obreros sindicados que defendían sus derechos en comités de empresa, hombres y mujeres activos en asociaciones de vecinos, asistentes a reuniones de partidos clandestinos en sacristías de curas progres, profesores sancionados, jóvenes periodistas concienciados o cantautores melenudos. En ellos no pensaba Nixon, pero sobre todo a ellos les debemos ahora el recuerdo y el agradecimiento porque son nuestros justos que mataron al franquismo.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.
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