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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El presidente convicto de Estados Unidos

La sentencia contra Donald Trump por delitos contables ayuda a tomar conciencia de la clase de personaje que va a ocupar la Casa Blanca

El presidente electo de EE UU, Donald Trump, escucha la sentencia junto a su abogado, este viernes en Nueva York.
El presidente electo de EE UU, Donald Trump, escucha la sentencia junto a su abogado, este viernes en Nueva York.Brendan McDermid (REUTERS)
El País

Un delincuente convicto ocupará por primera vez en la historia el cargo de presidente de Estados Unidos a partir del próximo 20 de enero. Esta afirmación tiene carácter oficial e irreversible desde este viernes, cuando un juez de Nueva York confirmó la condena a Donald Trump por un jurado popular como culpable de 34 delitos relacionados con falsedad contable por comprar bajo cuerda en 2016 el silencio de una actriz porno con la que tuvo una aventura. El juez, sin embargo, dejó a Trump libre de pena: no irá a la cárcel (una pena posible pero rara en este tipo de delitos), ni tampoco tendrá que pagar multa o realizar tareas sociales. Tras la lectura de la sentencia, Trump, que ha llamado “corrupto” al juez, dijo que era una “farsa despreciable”. El juez le deseó “que Dios le acompañe” en la Casa Blanca.

A efectos prácticos, Trump salió este viernes del trance como un hombre libre y sin cuentas pendientes en este caso, que queda definitivamente cerrado. Al no imponer un castigo, el juez Juan Merchan seguramente está intentando evitar un conflicto constitucional con la Casa Blanca. Pero principalmente parece querer dar carpetazo definitivo a este asunto y despojar a Trump de su principal arma, el victimismo y su indiscutible habilidad para alargar los procesos judiciales y convertirlos en luchas contra el sistema que refuerzan una ridícula, aunque efectiva, imagen de disidente pendenciero. Trump puede recurrir si quiere (él niega todos los hechos, incluido el affaire), pero el espectáculo ha terminado. Después de una vida entera eludiendo la acción de la justicia, Trump tiene antecedentes penales. Irónicamente, tiene que registrar su ADN en una base de datos de Nueva York, no puede poseer un arma ni pedir una licencia para vender alcohol, pero nada en las leyes le impide ser presidente. Nunca hizo falta regular algo así.

Es difícil a estas alturas expresar hasta qué punto la figura de Donald Trump ha reventado las costuras de todo lo que se consideraba inaceptable en la política norteamericana, definida históricamente por dar un tratamiento reverencial a sus presidentes y cuidar sus tradiciones laicas como pilares de la convivencia. El valor de esta condena penal será, precisamente, recordar para siempre la clase de personaje a la que el Partido Republicano ha entregado su alma, y al que los votantes han aupado por dos veces al cargo público más poderoso del mundo. Por supuesto, ha sido frustrante ver cómo la justicia ha sido incapaz de sustanciar a tiempo casos mucho más graves, como el del intento de manipulación de las elecciones en Georgia, el uso privado de papeles secretos del Gobierno, o el más infame, la instigación de un autogolpe de Estado para evitar entregar el poder. Todos esos casos están en vías de decaer o ser congelados sine die después del 20 de enero. Pero en medio de la frustración, es momento de celebrar al menos una victoria de la justicia frente al matonismo y la impunidad.

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