Sergio Ramírez: ‘El camino sin fin’
Se escribe por necesidad, y por placer, y por trascender. Pero quiero también ser recordado como un escritor que nunca apagó la luz ante la injusticia del poder tirano
Casa de América dedicó este noviembre el ciclo Semana de Autor a mi obra; y disciplinadamente permanecí las tres noches que duraron las jornadas sentado en primera fila, para cerrar con un diálogo con Luis García Montero, al que antecedieron estas palabras:
“Como parece que está llegando el tiempo en que uno debe preguntarse sobre la forma en que quisiera ser recordado, no tengo duda en responder que quisiera serlo, antes de nada, como escritor, aunque haya tenido en la vida diferentes andaduras.
La escritura fue la pasión de mi vida desde que a los seis años dibujaba historias con una tiza en el piso de la tienda de abarrotes de mi padre en Masatepe, mientras la Mercedes Alborada de mi novela Un baile de máscaras venía detrás de mí borrando con el lampazo aquellas páginas de tiza donde había princesas cautivas, héroes que volaban y monstruos interplanetarios; y, a veces, entraba en mis historias la pareja de baile tamaño natural, recortada en cartón, un caballero de smoking y una dama de vuelos largos, que adornaba la tienda, de pie junto a una de las vitrinas, cortesía de la brillantina Glostora.
Si me llegaran a recordar como político me recordarían mal. Ya Gioconda Belli me hizo la justicia de decir la otra noche que yo era un mal orador político, lo cual es un buen comienzo para decir que de verdad era un mal político.
Si entré en la política fue porque se trataba de una revolución, palabra ahora tan depreciada, convencido de que, a través de la acción, se podía cambiar la realidad de miseria y atraso de mi país, donde los pobres seguían siendo los condenados de la tierra, igual que ahora. Hoy sé que la realidad no pude cambiarla, y la tiranía que entonces combatí mutó en otra tiranía peor. Mea culpa. Los sueños de la razón engendran monstruos. Las utopías, distopías. Pero puedo cambiar la realidad en mis libros, a través de la imaginación.
Para la literatura no hay tercera edad. En cambio, un viejo anquilosado en el poder se vuelve grotesco, un esperpento útil sólo como personaje de la literatura. Un escritor, por el contrario, puede morir escribiendo, siempre que cuente con el favor de sus diosas tutelares, memoria e imaginación.
Al responder a la pregunta de por qué se escribe, cuesta dar en el blanco cuando se busca una sola respuesta. Y es que las razones de escribir son múltiples. Se escribe por necesidad; si se puede vivir sin escribir, no se es escritor de verdad. Se escribe por placer; quien diga que sufre al escribir, tampoco es escritor de verdad. Y también se escribe por trascender. Un día, alguien saca del estante de una vieja biblioteca un libro, le quita el polvo, lee un párrafo, quizás solo una línea. Las palabras estaban allí, esperando, despiertan. Han trascendido.
Pero quiero también ser recordado como un escritor que nunca apagó la luz mientras escribía, y mantuvo siempre la ventana abierta a las anormalidades de la opresión y la injusticia, a las violencias del poder tirano.
Escribiente devoto de las vidas de los pequeños seres que decía Chéjov, riéndome de ellos y riéndome con ellos, riendo de mí mismo antes de reírme de nadie, como me enseñaron mis tíos músicos en la rueda de cada tarde en la tienda de mi padre, cuando celebraban su tertulia ritual antes de cruzar la calle y subir las gradas de la iglesia para tocar en las funciones religiosas.
Mi padre cifraba toda su esperanza en que me hiciera abogado. Y cuando antes del título profesional lo que le llevé fue mi primer libro de cuentos, en lugar del reproche que temía, me dijo: ‘Ahora tenés que escribir una novela’. Y así le debo a él ser novelista.
Igual que a mi madre, mi profesora de literatura en secundaria. Por ella aprendí versos enteros del Arcipreste de Hita, las coplas de Jorge Manrique, y al marqués de Santillana y a Garcilaso, que quedaron en mi memoria.
Sobrevivió a mi padre por varios años, suficientes para que cuando llegaba a visitarla a Masatepe en la casa donde había quedado sola, no dejara de insistirme: ‘¿Qué hacés en la política? Lo tuyo es la literatura’.
Y le debo mi oficio a Tulita. Su nombre de pila es Gertrudis, algo que no todos saben. En Castigo divino puse como dedicatoria al libro: ‘A Gertrudis, que inventó las horas para escribirlo’. Ella tiene el poder de hacer que mi tiempo de escribir exista, apartando con rigor implacable distracciones y estorbos. Y la dedicatoria de El caballo dorado dice: ‘Para Tulita, por los sesenta años juntos’. Un largo camino que en una de sus muchas vueltas y revueltas nos ha llevado otra vez al destierro.
Y termino con estos versos de Blas de Otero, que hablan mejor de lo que pueden hacerlo mis palabras: Si abrí los ojos para ver el rostro / puro y terrible de mi patria, / si abrí los labios hasta desgarrármelos, / me queda la palabra”.
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