Lo que Georgia dice de nosotros
La UE y sus Estados miembros asisten sin reacción sustancial a la completa deriva autoritaria del régimen del país caucásico
Cuando ‘La brújula europea’ se reunió con él y otros líderes opositores georgianos en Tbilisi a principios de octubre, Nika Gvaramia subrayó enfáticamente que, para ellos, las elecciones legislativas que se aproximaban en el país caucásico eran “una guerra de liberación”. Gvaramia la perdió, y con ella su propia libertad. Se lo han llevado preso esta semana policías del régimen que manda en ese país. Fuentes de su partido dicen que quedó inconsciente por golpes recibidos en el forcejeo de la detención. Las imágenes no son claras, pero el cuerpo del opositor parece inmóvil cuando los policías se los llevan preso en volandas. Otros opositores han sido detenidos.
En cualquier caso, no hacía falta especial agudeza cognitiva para entender lo que había antes de las elecciones y lo que hay ahora en Georgia: un régimen autoritario que ha ido asfixiando poco a poco la democracia, como una boa constrictor en el cuello de la libertad, y que, de paso, es también filorruso. Gvaramia ya pasó más de un año en las cárceles de Georgia en otra detención calificada de arresto político por las organizaciones de defensa de derechos humanos. Esta vez, de momento, ha sido condenado a 12 días.
Conviene rehuir maniqueísmos. Sectores del bando opositor que estuvieron en el poder anteriormente también protagonizaron derivas inquietantes. Pero esto no puede conducir a ninguna ciega —o malintencionada— equidistancia en la actualidad. Lo que hay ahora es un régimen autoritario liderado por un magnate que amasó de forma turbia su fortuna en Rusia. El régimen fue capturando las instituciones del Estado, fue inclinando el terreno de combate electoral a su favor, señaló explícitamente en boca de su líder de facto —Bidzina Ivanishvili— su disposición a ilegalizar la oposición y posteriormente ha gestionado un recuento con múltiples indicios de graves irregularidades.
El reporte de la misión observadora de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa afirma lo siguiente: “nuestros hallazgos provocan inquietudes acerca (…) de si los resultados electorales reflejan verdaderamente la voluntad de los votantes”. La de la OSCE concluyó que “en el 6% de las 1.924 acciones de observación, un número significativamente elevado, el proceso (de votación) fue juzgado negativamente, principalmente debido a presión e intimidación de votantes (…). En el 24% de las observaciones, el secreto (del voto) fue potencialmente comprometido”.
Tras esas elecciones democráticamente insatisfactorias, el Gobierno de Tbilisi, reafirmado de esa manera, ha decidido aparcar hasta 2028 su proyecto de integración en la UE, lo que viola la constitución georgiana. Ante las masivas protestas ciudadanas, ha habido represión violenta y detenciones.
Ante todo ello, la UE no ha hecho nada sustancial. Desgraciadamente, la regla de la unanimidad en política exterior impide una acción común: se encarga otro prorruso, Viktor Orbán, de vetarlo todo. Por lo tanto, el peso recae sobre los Estados, que deberían reaccionar, idealmente de forma coordinada, aunque no fuera en nombre de la UE como tal. Esta acción debería dirigirse a exigir una repetición de las elecciones bajo circunstancias organizativas y de supervisión completamente diferentes. Pero ninguna reacción de peso ha llegado, causando desesperación de los tantos georgianos que anhelan la integración europea, un 80% de la población, según los sondeos.
Muchos creyeron la propaganda del régimen que sostenía que su plataforma no era filorrusa y que seguía persiguiendo la integración europea. Pero todo lo que hizo —como la legislación que recorta derechos de la comunidad LGTBI— iba contra lo que la UE representa, y ahora su marcha atrás —que recuerda a la del filorruso Víktor Yanukóvich en Ucrania hace una década en relación con el acuerdo de asociación con la UE— despeja dudas y quita argumentos a aquellos que creían en ese planteamiento. El plan era desde hace tiempo dinamitar el camino de adhesión de Georgia a la UE —y por esa vía garantizar al régimen local larga vida por medios turbios, lo que la ata inexorablemente a la órbita del Kremlin—.
La UE no supo hacer nada para impedirlo antes, y ni ella ni sus Estados miembros parecen capaces de hacer algo significativo ahora. Un síntoma inquietante al tratarse de un país pequeño, cercano y con enorme deseo de integración europea. Si no logramos proyectar fuerza en este caso, poca perspectiva hay de lograrlo en casos más lejanos y de mayor envergadura.
Esta semana han ocurrido cosas importantes. La UE ha firmado el acuerdo de libre comercio con Mercosur. Aunque quedan obstáculos en el camino, es un paso muy relevante que puede contribuir a posicionar mejor a la UE en un mundo de brutal competición con EE UU y China. La justicia de Rumanía ha dictado repetir las elecciones presidenciales tras la turbia victoria en primera ronda de un ultraderechista turbopropulsado por TikTok. En Francia hay una grave crisis política, y el perfil inquietante de Donald Trump pronto desembarcará en la Casa Blanca. Todo ello es muy importante. Pero Georgia también lo es, por todo lo que representa. Hay que exigir no solo el fin de la represión y de las detenciones, sino también nuevas elecciones limpias. Hay que exigirlo y aplicar presión dirigida con firmeza, precisión y tiempos inteligentes contra los líderes para ello. Tal vez no sea posible conseguir la repetición electoral, pero es imprescindible salir de un torpor que habla muy mal de nosotros.
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