Twitter, la última gran fiesta
Se habla mucho de la toxicidad de X y poco de la generosidad de sus mejores usuarios, los que han compartido sus conocimientos con el único objetivo de seguir con la conversación
Hay una escena de El amanecer de los muertos en la que un grupo de personas vigila los alrededores desde el tejado de Monroeville, un centro comercial en el que se han refugiado. De pronto, observan que una gran cantidad de zombis parece gravitar en torno al edificio, tratando de entrar. La situación es paradójica. Para ellos, quedarse atrapados en el palacio del consumo tiene todo el sentido. No sólo han conseguido aislarse de la realidad insoportable del apocalipsis. Su precaria situación ha sido brevemente anestesiada por el acceso ilimitado a todo aquello que siempre habían deseado y nunca hubieran podido comprar. Pero los zombis. ¿Qué buscan los zombis en el centro comercial? Ya no desean caviar, bolsos de diseño, o televisiones de 118 pulgadas. Ni siquiera unos esquís alpinos para deslizarse en pistas preparadas. ¡Son zombis! El único impulso vital que anima su cerebro muerto es el de consumir carne humana.
“Debe de ser algún tipo de instinto. La memoria de lo que solían hacer”, aventura uno de los supervivientes. “Este era un lugar importante en sus vidas”. Pienso en el clásico de George A. Romero cada vez que abro Twitter y dibujo con mi dedo en la pantalla los gestos que he repetido sin pensar durante la última década, sin conseguir lo que busco. Estos centros comerciales digitales han sido lugares importantes de nuestras vidas. En ellos hemos compartido cosas. Hemos hecho amigos. Hemos conseguido trabajos. Hemos entendido al menos una parte del mundo. Pero ya no son satisfactorios. El tiempo de las grandes redes sociales está llegando a su fin.
Es improbable que Bluesky llegue a alcanzar las cifras de Twitter, incluso siendo Twitter la más pequeña de las grandes plataformas. Otras más grandes o más abiertas carecen de su particular combinación de factores. Mastodon no es divertido, y Threads penaliza la conversación. El lugar en el que especialistas de todo el mundo se juntaban con políticos, periodistas, académicos y estudiantes para digerir de forma colectiva la actualidad en tiempo real es ya un espacio mítico, como Studio 54, como el Bali Hai de Madrid. Un lugar donde las estrellas caminaban entre los mortales, los políticos bailaban con vedetes, los artistas con banqueros y todos compartían drogas y cigarrillos en el mismo tocador.
Los periodistas vivimos un duelo muy específico. ¿Dónde vamos a intuir de un vistazo la magnitud de una tragedia, la verosimilitud de un atentado, la meteorología de unas elecciones o la importancia relativa de una serie de televisión? Se habla mucho de la toxicidad de Twitter y poco de la generosidad de sus mejores usuarios, los que han compartido durante años lo mejor de sus conocimientos con el objetivo único de seguir con la conversación.
Ahora, los mismos expertos se reúnen en los grupos privados de Telegram, WhatsApp, Instagram, Reddit y Discord, donde solo entran usuarios aprobados previamente. Un alivio, después de todos estos años peleando contra los trolls, la masa enfurecida y las campañas de desintoxicación. Pronto estarán observando desde el tejado, igual que las pequeñas masas que gravitan en torno a líderes sectarios o teorías de la conspiración. Los que no han entrado en uno de esos refugios contra el apocalipsis lo van a pasar mal. No son pocos. Después de Studio54, es difícil conformarse con pasar el rato en un lugar donde simplemente ponen música, están tus amigos y no sirven garrafón.
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