Contra jueces y periodistas
Destruir la confianza en la prensa o en el poder judicial es una irresponsabilidad que muchos políticos promueven cada vez que se sienten acorralados
Los populismos son como las familias felices del comienzo de Anna Karenina: todos se parecen. Uno de los rasgos más comunes en todas las tentaciones iliberales —desde Donald Trump hasta Cristina Fernández de Kirchner— es la crítica a dos contrapesos esenciales del poder político en democracia: el poder judicial y la prensa libre. Esta crítica no solo coincide en señalar a jueces y periodistas, sino que también revela su patrón común en el momento en que se activa: el señalamiento siempre se detona cuando son, sorpresa, jueces y periodistas quienes destapan casos de corrupción que asedian a sus respectivos gobiernos. España, por supuesto, no es una excepción.
Las democracias son sistemas fiduciarios que descansan en una confianza tácita de los ciudadanos en las instituciones. Hay un componente de fe pública en la idea de que las cosas funcionan, y promover la credibilidad del juego democrático es un imperativo para todos los agentes implicados. Destruir la confianza en la prensa o en el poder judicial es una irresponsabilidad que el monstruo del poder político ambiciona cada vez que se siente acorralado.
Es evidente que, en España, tanto el poder judicial como los periodistas debemos hacer autocrítica. Que el ministro del Interior Fernández Díaz dijera que “esto la Fiscalía te lo afina” o que Pedro Sánchez alardeara en 2019 de controlar al ministerio público son ejemplos claros de hasta qué punto es razonable exigir una mayor rendición de cuentas. En el ámbito periodístico, consejos de administración como el de RTVE, el hecho de que la Agencia EFE esté presidida por un antiguo miembro del Gobierno, o que los partidos políticos —todos, de todos los colores— coloquen peones que cobran directa o indirectamente de ellos en tertulias televisivas y radiofónicas son prácticas indecentes que deberían generar un amplio escándalo social.
Todas estas críticas legítimas comparten un rasgo común y revelador: es la injerencia del poder político lo que contamina a estos contrapoderes, y no al contrario. Por eso, cuando desde el poder político se apunta a la prensa o a los jueces, rara vez se hace con una voluntad regenerativa u honrada. La mayoría de las veces no es más que una muestra del afán de controlar y anegar aún más estas instituciones con intereses espurios. Cada vez que en Washington, en Buenos Aires o en el 41º Congreso Federal del PSOE vemos a políticos señalar a jueces o periodistas con gran escándalo, en el fondo están emitiendo un mensaje muy básico: lo que nos están diciendo es que no son, que no somos, lo suficientemente serviles.
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