El impacto de los desastres depende de decisiones políticas y económicas
No podemos evitar los fenómenos extremos derivados del cambio climático, pero sí podemos gestionar nuestra exposición y vulnerabilidad a ellos
El concepto de resiliencia se origina en el campo de la psicología y de las ciencias ambientales y se retoma a partir de la Gran Recesión para el análisis económico. Lo que se consideran situaciones límites (en la esfera psicológica) o condiciones ecológicas adversas (bajo el prisma ambiental) tienen su expresión, en términos económicos, en los shocks provocados por las crisis. En este sentido, se intentan establecer sistemas de evaluación que midan la capacidad de los territorios para resistir y preservar su estructura productiva o recuperarse y adaptarse al cambio ante la adversidad. La resiliencia tras una crisis ambiental o una catástrofe remite a la misma naturaleza de las actividades productivas. Son fenómenos que siempre han existido, pero que la economía dominante ha ignorado sistemáticamente. Todo hasta ahora ha sido reducir a precios aquello que tiene un valor intrínseco al margen del mercado. Valor y precio: he ahí el abismo. Los puentes entre ambos conceptos son difíciles, pero deben habilitarse y transitarse.
Ya que la existencia de interdependencias positivas y negativas entre las actividades humanas y la naturaleza es una realidad, se debe replantear la noción de la economía en relación con su entorno. Si no entendemos la economía como una parte de la naturaleza, resultará muy difícil establecer mecanismos de resiliencia que sean efectivos. La razón es que los costes de conseguir la resiliencia se verán como eso, costes, y no se verán los beneficios derivados de mejorarla.
Bajo este planteamiento, la mayor intensidad, magnitud y frecuencia de los desastres causados por las fuerzas de la naturaleza —incendios, inundaciones, danas y otros fenómenos meteorológicos y atmosféricos— tiene, en muchas ocasiones, un origen cada vez más evidente: las consecuencias del cambio climático causado por la actividad económica humana. Esto no es una opinión; es una constatación científica que comienza, como poco, del primer Informe Meadows de la década de 1970 y que rubrican de forma recurrente las investigaciones surgidas del Panel Internacional sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés). El desproporcionado impacto humano y material de los desastres también es el resultado de las decisiones políticas y económicas humanas. En concreto, construir cerca de la costa, en cursos de torrentes inundables o en áreas que degradan parajes naturales y protegidos sitúa a sus habitantes en un estado de mayor vulnerabilidad ante procesos de desestabilización del clima, como vemos que está sucediendo desde hace ya unos años. La búsqueda expeditiva de beneficios, sin calcular de forma conveniente los posibles costes ante desenlaces como los que vemos ahora con cada vez mayor frecuencia (riadas, inundaciones, incendios masivos), coloca el vector precios por encima de otra consideración: el valor cuenta poco, toda vez que se asume la escasa probabilidad de que acontezca una catástrofe, minimizando tal eventualidad. Hasta que llega. Y, cuando lo hace, el beneficio ha sido hasta ahora para unos pocos, aunque la factura la pagan sobre todo los más vulnerables, los menos preparados e informados y, en definitiva, todos nosotros.
La resiliencia económica ante todo esto tiene un recorrido limitado, pero que podemos desglosar en dos líneas. En el caso de los destrozos urbanos, infraestructurales y patrimoniales, la actuación del sector público resulta determinante. Una parte sustancial de los posibles riesgos elevados no está siendo cubierta por el sistema económico a través de los seguros, bien sea por incapacidad económica del potencial asegurado, bien por desinterés de la propia empresa aseguradora. En 2021, las inundaciones causaron 82.000 millones de dólares en pérdidas económicas en todo el mundo, de los que sólo 20.000 millones estaban asegurados.
En España, estos daños han sido considerables, y se demuestra el determinante papel del sector público para la respuesta y la recuperación. El Gobierno ha destinado más de 14.000 millones de euros en ayudas directas a los ciudadanos para sus viviendas, y otras de carácter fiscal y crediticio para empresas, trabajadores y ayuntamientos, para las labores inmediatas de limpieza y reparación o la reconstrucción de infraestructuras. Parece imposible mayor evidencia de los costes que van a venir asociados al cambio climático y de que multiplicar las inversiones en las medidas adecuadas para estar prevenidos para la gestión del riesgo es esencial.
Los bancos centrales están preocupados ante estos riesgos que se abren con el cambio climático y el impacto que todo ello va a tener en la estabilidad financiera. Los desastres naturales afectan directamente a los activos y a las carteras de préstamos de los bancos, aumentando su exposición al riesgo sistémico. El riesgo bancario es muy alto en Valencia y Murcia, provincias donde más de un 15% de las viviendas hipotecadas se hallan en zonas inundables. Las agencias de calificación de riesgos están comenzando a reconocer la importancia de integrar los riesgos climáticos en sus evaluaciones y a considerar no solo los riesgos individuales de cada empresa, sino también cómo estos eventos pueden alterar el entorno económico en el que operan las instituciones financieras. El Banco de España, en su informe de estabilidad financiera de este otoño, ha cifrado en 20.000 millones de euros la exposición al riesgo de la banca española en las zonas afectadas por la dana. Del total, 13.000 millones de euros corresponden a hogares y 7.200 millones, a empresas. Esto representa aproximadamente un 0,35% del PIB de España.
Aunque no podemos evitar los fenómenos climáticos extremos, sí podemos gestionar nuestra exposición y vulnerabilidad ante ellos. Para ello, es esencial distinguir cuáles de esas debilidades son responsabilidad de nuestras propias acciones. Se dirá que todo esto es dinero, en efecto, y que la resiliencia del agua puede ser más pautada y real en función de las inversiones y actuaciones que se pongan en marcha para ello.
Los embalses para laminación de avenidas tienen su función, pero al permitir mediante ellas disminuir su frecuencia crean una falsa sensación de seguridad y no pueden ser una excusa para construir en zonas inundables. Además, sabemos que mejorar la resiliencia del agua conlleva invertir en soluciones basadas en la naturaleza y en drenaje sostenible. La recuperación de la morfología y dinámica natural de los cursos de agua es una importante inversión de futuro, ya que permite la autorregulación, laminación y disipación de la energía del agua en las arroyadas y avenidas. Desempeña un papel clave en la regulación hidrológica y la gestión del riesgo de inundaciones, incluyendo la preservación de la función reguladora de los humedales, la continuidad de los ríos y la recuperación de las funciones ecosistémicas de llanuras de inundación y bosques de ribera. Hay que parar ya el “sellado” del suelo de nuestros pueblos y ciudades y adoptar soluciones de drenaje sostenible que facilitan la infiltración profunda en el suelo y reducen el volumen y velocidad de circulación del agua en superficie cuando se produce una inundación. Son actuaciones que desempeñan múltiples funciones y ofrecen cobeneficios, reduciendo el impacto de las inundaciones y mejorando el estado de conservación de los ecosistemas y el paisaje. Pero necesitan espacio, o liberar espacio, lo que se contrapone con los actuales intereses especulativos.
Podemos señalar, en definitiva, que no hay mejor resiliencia que invertir en las medidas de prevención ante posibles catástrofes, que van a estar cada vez más presentes en nuestro entorno por la persistente y negativa actuación humana sobre la atmósfera y los sistemas naturales. Y necesitamos estar preparados para gestionar de una manera ágil los riesgos cuando se produce el desastre.
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