El partidismo en una tempestad shakespeariana
El colapso de la coalición de gobierno alemana y el contorsionismo para formar una en Francia evidencian que Europa no supera cálculos egoístas ni siquiera en tiempos críticos
Vivimos tiempos que parecen una tempestad shakespeariana, entre tormentas políticas y un cambio climático pavorosos, y con esa sensación de que lo que se ve es símbolo de una cordura que se tambalea en muchas partes. Esta semana, mientras Donald Trump cosechaba un triunfal regreso a la Casa Blanca y Viktor Orbán lo celebraba descorchando vodka —porque se hallaba en Kirguistán y no tenía a mano champán—, hubo que asistir al asombroso espectáculo de los liberales alemanes precipitando una caótica crisis de Gobierno en Berlín en uno de los momentos más delicados de las últimas décadas por intransigencia dogmática y calculillos partidistas. Se negaron hasta las últimas consecuencias a aceptar un endeudamiento para sufragar gastos militares de apoyo a Ucrania y a una industria interna en dificultad.
Así, mientras Europa necesita cerrar filas y actuar lo más rápido posible ante la más que probable embestida trumpista en forma de aranceles y reducción del apoyo a Ucrania, toca en cambio lidiar con una Alemania en barrena. Los liberales alemanes ya hicieron un daño descomunal como predicadores de la austeridad europea tras la crisis de 2008. En el último año han sido el principal lastre que ha impedido al Gobierno de coalición alemán ser eficaz. Es cierto que la situación era ya insostenible, y en cierto sentido un reseteo rápido podría ser beneficioso. En esa perspectiva, es necesario que Olaf Scholz convoque cuanto antes elecciones. Pero este último golpe de los liberales, tras meses de intransigencias que, bajo un manto ideológico, saben a egoísmo partidista, culminan el inmenso daño de haber tenido a Berlín semiparalizado durante un largo periodo en un momento crucial de la historia de Europa. Nada obligaba a que fuera así.
Ese egoísmo partidista en tiempos tan duros no es un episodio aislado. Cómo olvidar la exigencia de Jean-Luc Mélenchon reclamando en Francia la aplicación íntegra del programa de la coalición de izquierdas, que quedó la primera en las elecciones —pero a cien escaños de la mayoría, pequeño detalle—. Aquello dificultó, y mucho, la posibilidad de un Ejecutivo de centroizquierda, que era la opción más lógica y deseable. Y cómo digerir estos días, en España, la asombrosa desfachatez de líderes de las varias derechas que, por interés partidista, han arrojado fango sin escrúpulo sobre otros mientras barrían polvos indecentes de su bando debajo de alfombras inaceptables.
Todo ello no excluye graves, incluso gravísimos, errores de gestión —algunos moral además de políticamente lamentables— de los respectivos líderes al mando en esos países, pero los episodios mencionados destacan con autoridad propia en la categoría de las irresponsabilidades políticas.
Mientras, el partido trumpista europeo afila sus armas. Algunos, descorchando; otros —como Giorgia Meloni—, aguardando estratégicamente el momento oportuno para desarrollar un juego a dos bandas como miembro de la UE que necesita integrarse más y referente privilegiado del nuevo Washington. Pero, atención: el riesgo de la tentación de congraciarse bilateralmente no es exclusivo de gobiernos ultraderechistas. Ceder a esa tentación sería un desastre. Algunos están especialmente expuestos al riesgo de la soledad —España, desde luego, en las antípodas del trumpismo en todo—, pero la división acabaría siendo negativa para todos. Una tibia e improductiva unidad no sería mucho mejor.
La verdad es que no sabemos lo que hará Trump —en muchas cuestiones, incluida Ucrania, lo más probable es que no lo sepa ni él—. Pero sí sabemos lo que hay: la UE es una entidad con peligrosas debilidades y dependencias, que pierde competitividad y vigor demográfico en un mundo brutal. El espejismo del multilateralismo, de las normas compartidas, se ha disuelto por completo. Será cada vez más un mundo transaccional. Si en él no queremos ser vasallos, necesitamos desarrollar nuevas capacidades tecnológicas, manufactureras y, sí, militares. Pacifismo es no agredir a nadie, no es quedarse inertes confiando en la buena suerte —o en la protección de otros— en una jungla con fieras desatadas que devoran presas frágiles. En esto, la España que celebra su vigor económico debe acelerar mucho más sus inversiones para poder contribuir a las capacidades comunes y dejar de ser la gran rezagada sin ningún motivo para ello.
Lograr esos grandes objetivos por separado es inviable. También lo es conseguirlo con unidad de concepto, pero con políticas infestadas de zancadillas partidistas. Tristemente, parece que ni la bestial guerra de Vladímir Putin, ni la brutal acción militar de Benjamín Netanyahu, ni el devastador cambio climático, ni el inquietante regreso de Trump consiguen hacer mella en los pequeños cálculos partidistas de algunos.
Ninguno tenemos el historial libre de fallos y mezquindades, y la política no es una competición de moralidad. Pero en tiempos como estos, ciertas deficiencias entrañan riesgos enormes. Nadie reclama virtud impoluta, pero sí al menos un poco de sentido de la emergencia, de la urgencia, de la inteligencia. Contengamos, durante un rato, ciertos instintos primarios. Los socialistas portugueses, que acaban de permitir la aprobación de presupuestos de los conservadores con su abstención a cambio de modificaciones al proyecto, después de haber permitido un Gobierno de minoría que deje al margen la ultraderecha, muestran otro camino. Muy libres todos de pensar que es una estrategia perdedora, buenista, ingenua. Quienes lo hagan, al menos que se pregunten a dónde conduce esta feria de cálculos partidistas en medio de esta tempestad shakespeariana.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.