Apostar por la prevención en las catástrofes ambientales
Con las nuevas tecnologías se pueden hacer simulaciones que ayuden a valorar puntos críticos en los que hay que actuar y mejorar la toma de decisiones urbanísticas
La seguridad de las personas, de los bienes y del medio ambiente es uno de los pilares fundamentales del Estado de derecho. En muchas ocasiones la seguridad se basa en la educación de la propia ciudadanía que, con una actitud responsable, puede evitar tragedias como los accidentes de tráfico o los incendios forestales. También la educación es el arma más poderosa de toda sociedad avanzada para conseguir el respeto entre personas y cambiar las actitudes prepotentes o machistas por comportamientos civilizados. Esta base educacional es la raíz común de problemas aparentemente tan diversos como la seguridad de las mujeres o la actitud promotora de accidentes de tráfico.
La protección civil es una de las ideas más antiguas de la humanidad, pues ya en Atapuerca, según José María Bermúdez de Castro, había abuelas que cuidaban de sus descendientes, y jugaban un papel muy importante para perpetuar la especie y conseguir mayores tasas de crecimiento demográfico. El secreto de la evolución humana se llama prevención, esto es, adelantarse a lo que pueda ocurrir.
La gestión de las emergencias tiene una fase de la que se habla poco y es la previa a la ocurrencia del suceso catastrófico. Actuar cuando la catástrofe ya se ha desatado no es más que ir a salvar lo que se pueda cuando ya no tiene remedio. Construir donde puede haber terremotos sin una norma sismorresistente o con materiales inadecuados; o donde puede haber riadas periódicamente; o donde existen otros riesgos tecnológicos que pueden provocar desastres, sin poner las barreras adecuadas, es, ante todo, hacer una inadecuada política de prevención, la cual culminará necesariamente, tarde o temprano, en catástrofe, como se ha demostrado muchas veces en la historia de la humanidad.
Nuestro país aprueba en altruismo y capacidad de acción rápida en situaciones de dificultad. La creación de la Unidad Militar de Emergencias (UME) por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero fue un gran acierto, ya que anteriormente el Estado no tenía medios propios con los que poder actuar en situaciones de catástrofe. Sin embargo, seguimos atados a una cultura que no trabaja el largo plazo como variable y que, ante determinadas situaciones, busca la explicación en actos divinos en lugar de creer que la ciencia está a nuestra disposición. Pero solo con este cambio podremos hacer frente al cambio climático y a sus consecuencias. Solo con cultura preventiva podremos ganar esa resiliencia como sociedad.
Hasta hace poco, el Instituto Geológico y Minero tenía la misión de dar servicio a las administraciones en todo aquello relacionado con el uso de su territorio, en sentido amplio. Ahora se dedica sólo a investigación, lo que resta posibilidades al Estado de trabajar en la gestión directa. Únicamente en Cataluña se ha mantenido como servicio autonómico que pone su conocimiento a disposición para la mejor gestión del territorio.
Lo que estamos viviendo estos días con una dana de gran potencial destructor es algo más previsible de lo que muchas veces pensamos. El daño por inundaciones es analizable y puede modelizarse. Pero para eso hace falta cambiar la cultura que las propias administraciones deben promover. Se necesita creer más en la ciencia y poner todo ese conocimiento a disposición de la sociedad para que la toma de decisiones esté basada en datos. La ciudadanía debe exigir que se hagan mapas de riesgos, y que, cuando se diseñen planes de urbanismo, se busque la sostenibilidad desde la primera etapa de diseño.
Es necesario sacar lecciones de todo lo que nos ocurre. Quizás haya que revisar el sistema asegurador, que en nuestro país responde de manera solidaria a través del Consorcio de Compensación de Seguros, por un sistema en el que se responsabilicen las administraciones, de forma que incentive una mejor gestión de los riesgos en su territorio y hacer una adecuada planificación urbanística.
La deforestación lleva aparejada una pérdida de suelo, lo que lleva a que las escorrentías arrastren con mayor fuerza y aumente el riesgo de deslizamientos. La configuración geológica de un territorio y los usos de este requieren de un análisis sosegado que permita poner cifras y mapas a los riesgos. Solo así conseguiremos que la próxima dana tenga menos consecuencias.
El manejo de las probabilidades es necesario, aunque todavía en el derecho esté poco trabajado (véanse sentencias como la de la catástrofe del camping de Biescas y otras en las que el riesgo se ha cuantificado), y muchos piensen que esto es como una lotería en la cual no hay capacidad de influir. Es inaceptable desde una posición ética que se estén dando permisos de construcción en zonas en las que se estima que hay una gran riada cada 10 años.
Invertir en análisis y conocimiento es hacer resiliencia. Con las nuevas tecnologías se pueden hacer simulaciones que ayuden a valorar puntos críticos en los que hay que actuar, evitar actuaciones inadecuadas y mejorar la toma de decisiones urbanísticas. A fin de cuentas, se trata de tener una gestión del territorio controlada, pues lo que se hace por un lado interfiere en lo que acaba sucediendo después. Las administraciones públicas deben contar para ello con profesionales que sepan de estas materias y, lamentablemente, la geología es ignorada en las relaciones de puestos de trabajo.
La geoética marca unos principios que deben ser aplicados en todas las decisiones públicas. Y la ciudadanía debe exigir que se apliquen. Solo así lograremos que la próxima vez se reduzcan los daños.
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