_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La señal de alarma y el ruido habitual

Deberíamos exigir que nos alarmen mejor, como a adultos capaces de entender que la normalidad lo es porque a veces se rompe

Aviso del sistema de alertas móviles Es-Alert.
Aviso del sistema de alertas móviles Es-Alert.Kai Försterling (EFE)
Delia Rodríguez

De entre las frases que no auguran nada bueno, “por no molestar” es de las peores. Hablo a veces de ella con una amiga. Por ejemplo, cuando su padre, ya mayor, decidió mantener en secreto que había sufrido una caída. El muy humano deseo de no importunar a médicos y familia acabó transformándose días después en una seria operación quirúrgica en plenas Navidades. A partir de cierta edad, y sobre todo si vives lejos de los tuyos, aprendes a tenerle pánico al “por no molestar”. Hemos averiguado que la frase es hereditaria: a ambas nos saca de quicio, y a la vez, la usamos más de lo debido. Cada vez que leo uno de esos hilos de X donde médicos de urgencias se ríen de ciudadanos que buscan ayuda por cuestiones que resultan ser banales, o cuando se hacen llamamientos generales a no sobrecargar la sanidad pública, pienso en lo dañinos que pueden ser estos mensajes, porque quienes los escuchan son justo las personas capaces de irse a la tumba con tal de no llamar a deshoras.

La versión social del “por no molestar” se llama “no generar alarma”, y aunque su intención es técnicamente impecable —cómo no estar en contra del alarmismo— olvida, como el padre de mi amiga, que lo improbable a veces también ocurre. Durante las primeras semanas de la covid, medios y autoridades lanzaron mensajes de calma a una población bastante despreocupada, despreciando entre todos la posibilidad de una pandemia solo porque no se recordaba otra. La confianza en que el futuro será tan previsible como el pasado se llama sesgo de normalidad, y los expertos en emergencias advierten de su peligro en caso de catástrofe. Tampoco ayudan nuestros instintos profundos: según un estudio de 2004 de varios desastres aéreos y marítimos, entre el 10% y el 15% de las personas actúan de forma rápida y eficaz, otro 10% o 15% pierde los nervios y la mayoría, alrededor de un 75%, queda aturdida y desconcertada, a la espera de ver qué hace el resto.

A veces la alarma salva y la prudencia mata. El conocimiento es capaz de romper patrones: por eso se repiten en cada vuelo las instrucciones de evacuación. Pero resulta que nuestro sistema informativo está muy enfermo. Sabemos más de los huracanes de Florida que del comportamiento de la gota fría que ha hecho estragos en Valencia; la información climática está ideologizada y sujeta a desinformación; en el eterno presente de las redes sociales, olvidamos experiencias de generaciones anteriores; entre la sobreabundancia de noticias y el estrés informativo, no ponderamos bien la importancia de un aviso oficial. Y a la vez está también todo lo bueno: la población accede a información en tiempo real; documenta y difunde los hechos en vídeo y en directo; organiza ayuda para quienes, aterrados, quedan atrapados por el agua sin poder contactar a los servicios de rescate.

España aún se está familiarizando con el sistema de alertas para emergencias ES-Alert, que envía a todos los móviles de una zona un mensaje de texto y un fuerte zumbido. Recibió ciertas críticas en sus primeras pruebas —”pitido orwelliano”, dijo alguien en internet— cuando es una herramienta de ensueño para la protección civil. Aún no sabemos bien por qué, pero la Generalitat lo envió demasiado tarde. Tampoco conocemos cuántas vidas salvó a pesar de ello. Deberíamos exigir que nos alarmen mejor, como a adultos capaces de entender que la normalidad lo es porque a veces se rompe. Y a la vez, comportarnos como tales, y aprender a distinguir entre la señal de alarma y el ruido habitual.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Delia Rodríguez
Es periodista y escritora especializada en la relación entre tecnología, medios y sociedad. Fundó Verne, la web de cultura digital de EL PAÍS, y fue subdirectora de 'La Vanguardia'. En 2013 publicó 'Memecracia', ensayo que adelantó la influencia del fenómeno de la viralidad. Su newsletter personal se llama 'Leer, escribir, internet'.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_