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Columna
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Íñigo Errejón y el mundo al revés

El movimiento revolucionario que nos permite entender qué ha pasado con Gisèle Pelicot y el exportavoz de Sumar es el Me Too. Aquellas mujeres nos pusieron frente a una realidad incómoda y transparente

Iñigo Errejón y el mundo al revés / Máriam M. Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Aquí seguimos, lo crean o no, observando lo que algunos creen últimos coletazos del Me Too, cuando en realidad son una muestra más de su influencia radical sobre el mundo en que vivimos. Fijémonos en la convulsión de la semana. Al tiempo que en Francia el caso de Gisèle Pelicot —la mujer drogada por su marido durante años para que la violaran decenas de desconocidos— mantiene a una sociedad sacudida por el escándalo pegada al televisor y a las redes, en España las denuncias anónimas de algunas mujeres en Instagram han precipitado la espantada de Íñigo Errejón, otro feminista caído. Hay quien, buscando pescar en esta ciénaga, habla ya de “la estafa del 15-M”, como si fuese el ya dimitido portavoz de Sumar en el Congreso quien lo representase, o Podemos, el partido que se esforzó por atribuirse todos sus méritos, o si acaso la nueva política. Porque es la elevación de los estándares éticos lo que ha terminado por quemar los hiperliderazgos atrofiados que frenaron el impulso de aquella movilización joven y callejera. Preguntémonos cuántos otros líderes permanecen aún intocables en sus ciudadelas de la soberbia, protegidos por nuestro machismo sistémico y común.

Pero el movimiento transformador y revolucionario no fue el 15-M, sino el Me Too. Ese es el prisma que nos permite entender, salvando las distancias, qué ha pasado con Pelicot y Errejón y también, en fin, qué diablos nos está pasando. Lo que realmente nos genera perturbación es la ruptura con la idea tradicional de aquel monstruo violador que nos esperaba en el bosque, una imagen que, durante demasiado tiempo, “ha protegido a innumerables delincuentes con mono, corbata o sotana”, como explica la pensadora Christine Bard. Las historias de las mujeres que se han atrevido a hablar desde aquel primer estallido de octubre de 2017 son tan corrientes, y a la vez tan singulares, que nos ponen frente a una realidad a la vez incómoda y transparente: quien viola, agrede o acosa no suele ser un desconocido que te encuentras un día cualquiera por la calle, sino alguien a quien conoces o con quien compartes tu cotidianeidad. Y es esa banalidad lo que lo hace escalofriante.

Hay una generación de jóvenes que han tomado conciencia de que hay que navegar por estas aguas turbulentas, ambiguas e incómodas para desafiar una forma de pensar y de actuar, especialmente masculina, que proyecta una visión machista sobre el consentimiento construida para beneficiar al violador. El mismo perro con distinto collar. El acto reflejo es el de volver a los viejos patrones: victimizar al acusado, quitarle hierro a lo sucedido y resistirse de forma organizada a un feminismo “radical” que al parecer ha ido demasiado lejos y que hace irrespirable la vida de muchos hombres que mejor harían en procurarse buenas lecturas. Es decir: el mundo al revés. La tentación de regresar a aquel modelo desculpabilizador del abyecto violador nos impide ver que lo que esta nueva generación feminista está planteando es una mirada renovada sobre aquello que define el abuso y sobre el cuidado, el afecto y las redes de apoyo que merecen las mujeres que lo padecen, y es esto lo que abre la puerta a cambios legislativos y sociales. Porque (solo faltaría) no todos los hombres son violadores o acosadores, pero todos los violadores, abusadores o acosadores son hombres corrientes y molientes: padres, hijos, hermanos, sacerdotes, compañeros de trabajo… Incluso —quién sabe— portavoces de partido.

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