Simplemente hombres
El proceso contra los violadores de Gisèle Pélicot debe ser el juicio a la violencia patriarcal y a una sociedad que no rompe con ella
Se llama Gisèle Pélicot.
Ha dicho: “Me niego a que se haga a puerta cerrada”. Ha dicho: “La vergüenza debe cambiar de bando”.
Se llama Gisèle Pélicot.
Como ha escrito Lola Lafon en Libération, debería haber un rotundo clamor que acompañe el valor, la conciencia y la generosidad de esta mujer.
Se llama Gisèle Pélicot. Tiene 72 años.
El 2 de septiembre, ante el tribunal penal de Vaucluse, comenzó el juicio a 51 hombres que, espero, cargarán el resto de sus vidas con la vergüenza de lo que le hicieron. Cincuenta y un desgraciados, entre ellos Dominique Pélicot, el marido de Gisèle durante cincuenta años, “sin duda el mayor depredador sexual de los últimos veinte años” en palabras de su hija, Caroline Darian.
Se llama Gisèle Pélicot.
Y sus hijos, los hijos que tuvo con él, también están viviendo lo peor.
Se llama Gisèle Pélicot.
Hace cuatro años, detuvieron a su marido por filmar bajo las faldas de las clientas de un supermercado. Durante la investigación, la policía francesa encontró cientos de imágenes de Gisèle, drogada y violada noventa y dos veces por distintos hombres que iban a su domicilio.
Entre 2011 y 2020, ese hombre, Dominique Pélicot se dedicó a invitar a otros hombres a violar a su esposa. Son obreros, profesores, bomberos, periodistas, estudiantes, camioneros, funcionarios de prisiones, enfermeros, jubilados, concejales… Tienen entre 26 y 74 años. Su perfil psicológico y sociológico es común y corriente, muy alejado la caricatura del monstruo que tan útil resulta para calificar a los violadores y así hacernos creer que son excepciones. Son “buenos padres de familia”, como diría la activista feminista Rose Lamy. Podrían ser cualquier hombre.
En una página web ya cerrada, Dominique Pélicot daba instrucciones a sus cómplices, les decía cómo actuar y las reglas que debían seguir. Ninguno de ellos tuvo nada que objetar. Ninguno llamó a la policía. En el mejor de los casos, se callaron. En el peor, acudieron. Para imponerse con violencia.
Aparcaban lejos de la casa y esperaban a que la víctima estuviera inconsciente. Llevaban las uñas cortas, no se oponían ningún perfume ni hacían ruido. Cuando entraban, se desnudaban en la cocina y se lavaban las manos. Se filmaban “escenas insoportables de violación, en las que a veces participaban dos o tres de ellos”. No hay duda de lo que hicieron.
Se llama Gisèle Pélicot. Podría ser cualquier mujer. Después de la sumisión química que le impusieron durante diez largos años, ahora tiene que enfrentarse a la violencia del sistema judicial y a la mediocridad de los comentarios.
La mayoría de estos hombres se declararán inocentes ante el juez. En la sala, algunos se ocultan el rostro; otro llega tarde porque ha ido a llevar a su hijo al colegio. Mienten. Se esconden. No tienen conciencia. Esa es su única valentía. Ante la policía, casi todos alegan que pensaban que era “un juego libertino”, o que Gisèle Pélicot “se hacía la dormida”. Para algunos, la presencia de Dominique Pélicot durante la violación les sirve de disculpa. Consideran que no hacían nada malo, puesto que el marido les había dado permiso. Sus abogados preparan la defensa y el presidente del tribunal accede de inmediato a su petición: “Vamos a hablar de escenas de sexo, no de una violación”.
Se llama Gisèle Pélicot. Le gustaría que este sea un juicio a la sumisión química. Ojalá lo sea. Pero también debería ser el juicio a la violencia patriarcal, a una sociedad que no acaba de romper con la cultura de la violación. Porque, en este horror, lo que se está juzgando es el papel de cada individuo. El del marido, el de los violadores. El de los profesionales de la salud que, a pesar de comprobar los problemas de memoria, el cansancio y las infecciones de transmisión sexual que padecía Gisèle Pélicot, no pensaron en la violencia que podía estar sufriendo. El de la policía, que ya había detenido a Dominique Pélicot por voyeur, pero no pensó en advertir a su mujer.
Se llama Gisèle Pélicot. Como Gisèle Halimi, la abogada, militante y feminista, cofundadora de la causa de las mujeres con Simone de Beauvoir, que, en 1972, en el juicio de Bobigny contra una madre acusada de ayudar a su hija a abortar tras haber sufrido una violación, decidió enfrentarse a la sociedad.
Las dos se llaman Gisèle y, al verlas, nos gustaría pensar que “ha comenzado la era de un mundo acabado”. Un mundo en el que los hombres siguen prefiriendo creer que un marido puede disponer del cuerpo de su mujer. Un mundo en el que algunos de ellos siguen pensando que son dueños del cuerpo de las mujeres. Un mundo en el que se permiten buscar en internet cómo violar a una mujer. Un mundo en el que ninguno de ellos siente la responsabilidad de denunciar a la policía lo que está sufriendo la mujer. Un mundo que les permite volver a cometer su delito sin ningún tipo de protección. Un mundo en el que los hombres, después de violar varias veces a una mujer dormida por la noche, vuelven tranquilamente por la mañana a sus actividades. Un mundo, también, que da pie a toda una colección de comentarios nauseabundos en internet de este tipo: “Está mintiendo. Es imposible que no lo supiera”. “¿Y la víctima no se hizo ninguna pregunta? ¿Por qué tardó tanto en reaccionar?” Un mundo ancestral de dominación. La violencia de la norma de los hombres, hecha por los hombres y para los hombres.
Se llama Gisèle Pélicot y, como en el juicio de 1972, su caso desborda los aspectos legales y obliga poner en tela de juicio el comportamiento humano en general. Cuestiona las justificaciones que utilizan.
Ya proliferan los comentarios. Se habla de un “juicio fuera de lo normal”. Se alaba “la dignidad de esta mujer”. La gente se asombra: “¡Pero os dais cuenta, estos violadores son tipos de lo más corriente!” Como si la violencia contra las mujeres no fuera la norma. Como si se pudiera poner en duda la dignidad de las mujeres o que los violadores son hombres. Ya hay ilustraciones nauseabundas. Desde el refugio de la libertad de expresión, un semanario satírico ha publicado un dibujo repugnante que representa a una Marianne exangüe, violada y filmada por Emmanuel Macron mientras él grita “¡El siguiente!” en Matignon para comprobar quién es el mejor primer ministro, el que es capaz de violar mejor a la República. Un dibujo que lo único que denuncia es la estupidez de su autor.
La prensa tiene la libertad de informar y el dibujante la de caricaturizar. Todo es lícito, pero terriblemente violento.
Es evidente que lo que está en juego en este proceso, para todas nosotras, se encuentra fuera de la sala. Si queremos provocar un cambio, debemos luchar en el terreno de la representación y el lenguaje. Porque lo que hay que interpelar, además de la monstruosa violencia sufrida por la víctima, es la violencia de los hombres, su forma de estar seguros de sus derechos, de no cuestionar su conciencia.
Se llama Gisèle Pélicot y, en esta sociedad francesa, donde el movimiento Me Too tiene poca o ninguna repercusión, no debe ser ya la única valiente. Con la misma fuerza de las mujeres españolas que promovieron los cambios legales tras los crímenes de la manada, ha llegado la hora de que todos y todas nos unamos.
Porque no son lobos ni monstruos, sino simplemente hombres.
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