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Las hechuras feministas

El pantalón y más adelante la minifalda representaron en el siglo XX la vestimenta emancipada de las mujeres

Desfile de Karl Lagerfeld para Chanel en París en 2014.
Desfile de Karl Lagerfeld para Chanel en París en 2014.AFP

"La vestimenta provocadora que llevan las mujeres es el símbolo de la ofrenda permanente que hacen de sí mismas al otro sexo; es, como los pies deformados de las chinas, el sello de una esclavitud ignominiosa. Me visto como acostumbro [de hombre] porque me resulta cómodo, pero, sobre todo, porque soy feminista; mi indumentaria está diciéndole al varón que somos iguales". Estas líneas, escritas por la feminista francesa Madeleine Pelletier en 1919, muestran una posición revolucionaria sobre la diferenciación entre los sexos.

Al preconizar la extinción del género femenino, Pelletier cree que está proponiendo las condiciones para la verdadera igualdad. Como las feministas materialistas de la segunda ola del feminismo (en especial Colette Guillaumin), pone de relieve el aspecto erótico de la dominación, basado en el ejercicio y la plasmación en imágenes de la vulnerabilidad femenina: tacón alto; falda estrecha que, por ejemplo, impide correr; cinturones que son auténticos impedimentos; corsés que no dejan respirar. Para Madeleine Pelletier, lo de menos es que las mujeres crean que han escogido esas prendas que más tarde se denominarán sexis o simplemente femeninas. La libertad individual es un engaño; Pelletier deja claro ese lavado de cerebro, ese condicionamiento, esa codificación de nuestros comportamientos que hoy llamamos género, una labor constante de construcción de diferencias entre sexos.

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Según las épocas, esas diferencias son más o menos marcadas. Desde hace dos siglos, Occidente vive en lo que el psicoanalista John Carl Flügel llamó “la gran renuncia masculina”, término con el que designaba la transición del orden aristocrático al orden burgués, el abandono de las sofisticadas prendas de la sociedad cortesana (lencería ajustada, medias de seda, pelucas, tacones altos…). La Revolución Francesa introdujo la libertad, la sencillez y la uniformidad en el vestir, pero sin trastocar el aspecto femenino. La erotización de las apariencias pasó a ser monopolio del bello sexo, de las mujeres, que siguieron disfrutando de una especie de privilegio estético, un regalo envenenado capaz de suscitar cierta envidia masculina. Esta asimetría en el vestir se enmarca, desde luego, en un equilibrio de poder desigual.

Como consecuencia, los cambios de indumentaria no son nunca consensuados y siempre son políticos. Se alimentan de controversias en las que se expresan todos los miedos sociales, todos los pánicos sexuales. En Francia, dichas controversias son especialmente ricas y no sólo enfrentan a feministas y antifeministas, sino también a las feministas entre sí. El propio principio de la diferenciación es tema de discusión. Muchas feministas no quieren cuestionarlo y sólo una minoría defiende como solución la masculinización de las mujeres, uno de cuyos ejemplos es la conquista del pantalón como prenda femenina en la década de 1960. Dado que los hombres no han adoptado el uso recíproco de la falda, parecería lógico que el derecho de ellos a llevarla —a arreglarse, en general— fuera una reivindicación feminista, pero no es así (todavía).

La hiperfeminización actual hace que se aproximen dos estilos de indumentaria opuestos: el sexi y el modesto

Por el contrario, hoy se acentúan las diferencias. La hiperfeminización actual hace que se aproximen dos estilos indumentarios opuestos, el sexy y el modesto, que, de distintas maneras, crean vulnerabilidad y erotizan el dominio masculino: ocultar es una forma de atraer la mirada y provocar el deseo; mostrar todo (o casi todo) ayuda a cumplir las expectativas de la heterosexualidad contemporánea.

Muchas feministas interpretan esta evolución como una reacción ante sus conquistas, como un retroceso. En Francia, algunas de ellas, en nombre de la laicidad, hacen campaña contra un elemento diferenciador, el velo islámico (y similares). Tienen una sensibilidad heredera de las sólidas tradiciones del feminismo y de la izquierda. Pero hay otras sensibilidades que también se manifiestan. Al convertir la falda en un símbolo, una bandera, el repertorio feminista está incorporando, a comienzos del siglo XXI, el derecho a la feminidad. El símbolo de la diferenciación, antes impuesto, se convierte en un arma de resistencia frente al machismo, que se manifiesta en acciones como las slut walks (“marchas de las putas”) en todo el mundo y las jornadas de la falda en los institutos franceses. E incluso, en cierta medida, en las mujeres que llevan velo y consideran que así están rehuyendo los mandatos sexistas de la moda femenina.

Si bien el pantalón y la minifalda pudieron representar en los años sesenta la vestimenta emancipada, hoy no existe un único modelo, en unas sociedades complejas en las que la forma de vestir expresa múltiples identidades y en las que, gracias a la liberación iniciada en aquella década, cada una puede vestir como desee. Por otra parte, aunque existiera hoy ese modelo, ¿qué libertad ofrecería una prenda emancipada pero impuesta?

Christine Bard es historiadora, profesora en la Universidad de Angiers. Editó el libro Un siglo de antifeminismo y es autora de Historia política del pantalón.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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