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Columna
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La dignidad de Europa

La UE agoniza, pero la ley todavía fiscaliza el proceder de los malos gobernantes

Vista aérea del campo construido en Gjadër (Albania) para internar a inmigrantes trasladados desde Italia.
Vista aérea del campo construido en Gjadër (Albania) para internar a inmigrantes trasladados desde Italia.Florion Goga (REUTERS)
Diego S. Garrocho

El respeto por la dignidad humana solo se demuestra ante el rostro de un desconocido. Cuando quien implora ayuda, cobijo o protección es alguien próximo, es muy probable que sea la semejanza o la afinidad común la que motive nuestro afecto. Pero la dignidad universal, el inalienable valor inherente a toda vida humana, se expresa en nuestro compromiso con un dolor que no nos pertenece. Tal vez por eso, un texto antiguo del Mediterráneo oriental, al que debemos no poco, quiso hacer del extranjero —junto con el huérfano y la viuda— un sujeto preferente con el que ejercer la responsabilidad moral.

El Gobierno de Italia, país llamado a ser uno de los pulmones culturales y espirituales de Europa, ensayó la semana pasada una infame estrategia de deportación de migrantes a Albania, donde se busca establecer un régimen semicarcelario y uniformado que sería insoportable en nuestro territorio. La medida es singularmente aviesa, por cuanto externaliza la violación de derechos humanos elementales en suelo extranjero, y lo hace, para mayor vergüenza, a cambio de dinero. La primera experiencia de este ominoso experimento ha sido un fracaso y, gracias a la acción de un juez, las 16 personas que fueron internadas forzosamente en Albania ya están en Italia. Europa agoniza, pero la ley, afortunadamente, todavía fiscaliza el proceder de los malos gobernantes. Por fortuna, el gobierno de las leyes, y no de los hombres, es otro de los patrimonios políticos esenciales de la tradición europea.

Giorgia Meloni no está sola, y Ursula von der Leyen llegó a ponderar este experimento deshumanizador, calificando la medida de “innovadora”. El adjetivo no es casual: una sociedad en la que la innovación es un valor absoluto es, obviamente, una sociedad consagrada al absurdo. El problema, además, no es solo que quienes hacen gala de la insolidaridad se comporten conforme a sus principios deteriorados. Lo dramático es que quienes aspiran a liderar moralmente la acogida lo hacen usando argumentos de utilidad igualmente infames. La dignidad de las personas migrantes no puede depender de las necesidades del capital ni de nuestra crisis demográfica. No debemos gestionar responsablemente los flujos migratorios porque sea rentable, sino porque el compromiso moral y civilizatorio del que Occidente presume solo será real si se ejerce incluso en contra de toda rentabilidad. Europa debe elegir si quiere ser un refugio aislado de prosperidad y fortuna, o si verdaderamente aspira a ser algo parecido a la luz del mundo.

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