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TRIBUNA
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Gaza: expulsados pero encerrados

Como cualquier desplazado forzoso, los palestinos tienen derecho a reconstruir sus vidas en un lugar seguro y con dignidad

Palestinian students attend a class at a tent school in the Khan Yunis refugee camp in the southern Gaza Strip on June 13.
Estudiantes palestinos en una clase en el campo de refugiados de Jan Yunis, en el sur de Gaza, en junio.HAITHAM IMAD (EFE)
Blanca Garcés Mascareñas

Cuando se cumple un año de los ataques liderados por Hamás el 7 de octubre, la ofensiva israelí en Gaza ha provocado el desplazamiento forzado de casi dos millones de personas, lo que representa el 85% de la población gazatí. Según un artículo publicado en The Lancet, las muertes relacionadas con el conflicto (no solo por acción directa, sino también por desnutrición o falta de asistencia sanitaria) habrían alcanzado las 186.000 en junio pasado. Ya sean muertes directas o indirectas, la campaña militar en Gaza ha llevado al índice de mortalidad diaria más alto del siglo XXI. ¿Dónde queda la comunidad internacional?

Tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el derecho internacional humanitario surgió para proteger a la población civil cuando los mecanismos de prevención o resolución pacífica de conflictos fallaban. No pretendía acabar con la guerra, pero sí humanizarla, estableciendo un equilibrio entre dos imperativos aparentemente irresolubles: la necesidad militar y la humanidad en común. Esto pasa por prohibir con rotundidad actos como la tortura, la violación, la toma de rehenes, el ataque a la población civil o causar heridos. No hay duda de que este primer año en Gaza demuestra su fracaso absoluto.

Cuando la protección de la población civil en contextos de conflicto falla, entonces queda el derecho a la protección internacional. Sin embargo, para ello es necesario cruzar una frontera y es justamente esto lo que queda absolutamente fuera de cuestión respecto a la población gazatí. En pocas palabras, se les expulsa pero no hay salida posible.

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La explicación es doble. Por un lado, darles salida a otro país implicaría facilitar y en cierta forma aceptar los planes de Israel, es decir, la expulsión definitiva de los palestinos de la franja de Gaza. Para muchos palestinos, quedarse es también una forma de resistir. Por otro lado, los países vecinos no quieren más refugiados ni importar (más de lo que ya está) el conflicto palestino-israelí. El rey Abdalá II de Jordania fue muy claro al respecto: “Ni refugiados en Jordania, ni refugiados en Egipto”.

Pero el derecho a la salida, y por lo tanto a la protección internacional, debería ser incuestionable. Tras el último episodio de genocidio de los rohinyás en agosto de 2017, a nadie se le ocurrió decir que la mejor opción era encerrarlos en Myanmar para evitar que fuesen expulsados de sus tierras. Es cierto de que, en el caso de la población palestina, se podría argumentar que la agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos (UNRWA) ya les da protección dentro de sus fronteras. Pero la situación en Gaza, que según la propia ONU ha “alcanzado niveles de emergencia sin precedentes”, pone en entredicho este supuesto.

Hay que recordar que las dificultades de la UNRWA para dar protección a los palestinos en Gaza vienen también determinadas por la acción directa del Estado de Israel, que ha impuesto límites asfixiantes a la ayuda humanitaria, ha puesto en riesgo la seguridad de sus trabajadores y ha acusado a la agencia de terrorismo, lo que ha llevado a muchos de sus principales donantes (entre ellos Estados Unidos) a retirar la financiación, aunque nunca se han llegado a proporcionar pruebas fehacientes. Según la Convención de Refugiados (art. 1 D), en caso de que la UNRWA dejara de (poder) garantizar protección a los palestinos, estos pasarían a estar sujetos a la Convención (ergo bajo el mandato de ACNUR, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) “ipso facto”. ¿No sería pues el momento de plantearlo? Hasta el momento, ACNUR apenas se ha pronunciado sobre la cuestión de los refugiados palestinos en Gaza.

Sin derecho a la salida y al reconocimiento a la protección internacional, la alternativa pasa o por quedarse bajo los bombardeos o por pagar entre 5.000 y 10.000 dólares por persona para poder cruzar la frontera con Egipto. Con una crisis socioeconómica galopante y nueve millones de refugiados, no hay duda de que el 7 de octubre ha puesto a Egipto en el centro del tablero. En marzo (con Estados Unidos detrás), el FMI aumentó un préstamo inicial de 3.000 a 8.000 millones de dólares. El mismo mes, la Unión Europea firmó un acuerdo migratorio con Egipto: 200 millones de euros a cambio de controlar la migración.

En todo ello, hay un hilo conductor: dentro de las fronteras, la destrucción del adversario se antepone a las vidas; a nivel internacional, la geopolítica tiene prioridad sobre el derecho. Es urgente volver al derecho internacional y reconciliar lo que es políticamente posible con lo que es legal, aceptable y justo. Como cualquier persona desplazada forzosa, la población palestina tiene derecho a reconstruir sus vidas en un lugar seguro y con dignidad. Esto implica reconocer su condición de refugiados, facilitar el acceso a condiciones materiales de vida dignas y abordar la solución, que, tal como obliga el derecho internacional, pasa por la restitución y, para los que han huido, el retorno. Lo contrario, es decir, seguir priorizando los intereses a las vidas, es inasumible: básicamente, porque renunciar a nuestra humanidad en común no puede ser sino sinónimo de barbarie.

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