La fábrica de bulos produce chivos expiatorios
Cada vez es más difícil discernir entre la mentira y la información, entre la patraña difamatoria y el mensaje que respeta el decoro democrático
Unos meses después del asalto al Capitolio, el Partido Republicano calificó como “discurso político legítimo” aquel intento de golpe de Estado instigado por Trump y protagonizado por una horda de fanáticos encolerizados que creían firmemente en una manipulación electoral jamás ocurrida. Era político, desde luego, regurgitar las mentiras de un presidente que pasará a la historia, entre otras cosas, por haber tergiversado el discurso público hasta su expresión más dañina, utilizando, según historiadores como Timothy Snyder, tácticas provenientes de Rusia y un vocabulario limitado al nivel de primaria. Era completamente ilegítimo lo acaecido, el pánico generalizado, las cinco muertes inmediatas y los cuatro suicidios posteriores, desde el momento en que se intentó subvertir la voluntad popular depositada en las urnas. Pero daba igual, porque lo importante era mentir y afianzar la mentira sistematizada y programática entre las vísceras del funcionamiento institucional norteamericano.
Este es el posmundo en que vivimos: el golpismo elevado a práctica aceptable en la primera potencia, probablemente de manera más sangrante ahora que el Tribunal Supremo ha garantizado a Trump inmunidad penal. Pero la viscosidad de la posverdad se desliza más allá de los comicios y cuitas estadounidenses para colársenos en los bares, televisiones y el parlamento casero. Con la manida excusa de la “libertad de expresión”, Elon Musk respondió en su plataforma X a un tuit sobre los dos intentos de homicidio que ha sufrido Trump de esta guisa: “Y nadie está intentando siquiera asesinar a Biden/Kamala”. Aunque luego lo borró, el mensaje fue ampliamente difundido y alcanzó al menos 35 millones de visualizaciones. El señor que controla la comunicación de nuestros representantes políticos, que llena nuestro timeline de contenido violento o pornográfico, que desafía a la mismísima justicia brasileña y se ríe de la Ley de Servicios Digitales de la UE a mandíbula batiente; ese ubermillonario en cuyo dominio se tambalea la soberanía de los países y que posee tantos datos íntimos como para provocar cambios sociales sustanciosos a base de manipular perfiles psicológicos —como ocurriera con el escándalo de Cambridge Analytica—, puede evocar abiertamente la posibilidad de un magnicidio sin consecuencias de ningún tipo.
Musk es el síntoma de un posmundo en pleno desvarío después de ceder sus pilares morales y las nociones básicas de lo terrenal a la picadora neoliberal y de estrangular su palabra con los garrotes del algoritmo. Afirmaba María Zambrano que “sin esta presencia originaria de la verdad, la realidad no podría ser soportada”. La filósofa malagueña había perdido una guerra, sufrido el exilio, conocía perfectamente los mecanismos de la propaganda dictatorial, pero también las formas de contrarrestarla a través de una búsqueda incansable por los mapas del pensamiento y sabía que, sin verdad, faltos de ese centro de gravedad creador de acuerdos y comunidades, la vida se desbarata en jirones de espanto. Por eso su indagación proseguía, durante una época que aún permitía un afuera de la mendacidad. El problema es que, como señala el profesor Lee McIntyre, la posverdad actual constituye un sistema totalizante; se diferencia de las artimañas tiránicas del siglo XX en que colmada cada resquicio de las rutas geográficas y también las cognitivas, pues la colonización de la atención —sometida a la perpetua transacción económica— ha provocado que cada vez nos resulte más difícil discernir entre el bulo y la información, entre la patraña difamatoria contra personas e instituciones y el mensaje que respeta el decoro democrático consolidado desde hacer décadas.
Fenómeno internacional, por lo tanto, no permite huir a otras lindes, aunque los efectos se dejan sentir a nivel local. La máquina del fango en España, traducción a veces literal de lodos transatlánticos, ha llegado a amenazar a ministros y a sus hijos; a situar como principal preocupación de la gente la inmigración, porque odiar al diferente suscita en algunos más regocijo que interés el desmantelamiento de la sanidad o la conversión del planeta en una bomba de calor insufrible, y lo curioso es que cada brizna de opinión pública que se retuerce en torno a un tema guarda punzantes similitudes con una agenda trazada en otro lugar: también Trump está utilizando la figura del inmigrante —con su consecuente fabulario: la teoría del gran reemplazo, etcétera— para granjearse el voto desencantado, como ya se hiciera en distintos lugares de Europa en una suerte de canalización del malestar colectivo que recuerda mucho al tratamiento de los judíos durante el Tercer Reich. Pero ahora es más fácil mentir; ahora basta el lanzamiento de un embuste disparatado, sumado a una cohorte de bots y alguna prueba falsaria ejecutada con inteligencia artificial, para hacer creer a medio país que hay haitianos en Ohio que devoran las mascotas de los lugareños; ahora, el posmundo se está escribiendo con la mano autócrata de quien casi no paga impuestos y goza de tanta desregulación que su voluntad es nuestro abismo.
Quién reconstruirá el mundo con los añicos de certezas que hemos ido descartando; será alguien juzgado por este magma irracional manejado por una minoría; cómo osaremos seguir llamándolo “democrático” ahogados en la falacia.
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