La ley de Gresham
Si la cantidad de falsedades alcanza un volumen enorme, deja de ser posible distinguirlas de los hechos reales


Thomas Gresham nunca supo que había establecido una ley. Este comerciante inglés del siglo XVI se limitó a constatar que la gente prefería pagar con moneda mala y ahorrar con moneda buena. En consecuencia, la moneda mala circulaba profusamente y la buena permanecía oculta. Tres siglos después, alguien perfiló la llamada ley de Gresham: la moneda mala expulsa a la buena.
No se trata de una ley inexorable, pero se cumple casi siempre. Valen como ejemplo los países con un sistema más o menos bimonetario, como el argentino, donde coexisten el peso y el dólar. El peso sufre una inflación endémica y su historia es la de una devaluación constante; el dólar es el dólar. El Gobierno establece que un dólar vale oficialmente 106 pesos (cambio del viernes), pero el público quiere dólares, no pesos, por lo que está dispuesto a pagar más por ellos. Esa es la razón de que en el mercado negro cada dólar valga 210 pesos y suba casi diariamente; también es la razón de que circulen toneladas de pesos y sea casi un milagro encontrar dólares, bien ocultos en colchones o cajas de seguridad.
Hay ejemplos más simples. Tiene usted dos billetes de 50 euros. Son indistinguibles. Pero, por alguna razón, usted sabe que uno de ellos, el que guarda en el bolsillo derecho, es falso. El del bolsillo izquierdo es auténtico. ¿Con cuál pagará la compra del supermercado?
Hablando de falsificaciones, cuanto más valioso es algo, más rentable resulta falsificarlo. Es improbable que a alguien se le ocurra hacer negocio falsificando bolsas de supermercado o bolívares venezolanos; en cambio, vale la pena falsificar euros o bolsos de marca. Ignoro si existe alguna ley para definir este fenómeno, tan real como la ley de Gresham.
¿Qué es lo más valioso en nuestros tiempos? La información, sin duda. Varias de las mayores corporaciones del mundo se basan en un formidable desarrollo tecnológico, obtenido gracias a la inversión de gigantescas cantidades de dinero, y sin embargo nos ofrecen muchos de sus servicios de forma gratuita. Es el caso de Alphabet (Google) o Facebook. Todos sabemos que eso es posible porque la auténtica mercancía somos nosotros, nuestros datos, nuestros gustos, nuestro perfil de consumidor. Nuestra información.
En este agitado inicio del siglo XXI parecen cumplirse las dos leyes, la de Gresham y la de la falsificación rentable. Porque la información falsa desplaza con facilidad a la buena (véanse los contenidos que circulan por los medios de comunicación más horizontales y capilares, como WhatsApp o Twitter) y porque es mal negocio vender la verdad, de la que suele haber solamente una, cuando existe la opción de vender un millón de mentiras atractivas o estimulantes. Si la cantidad de falsedades alcanza un volumen enorme, deja de ser posible distinguirlas de los hechos reales. Ocurre como con las buenas falsificaciones de Vuitton o Rolex: hace falta recurrir al contexto, es decir, a quién usa el objeto y con qué otros complementos para intentar adivinar si es o no es. Y muchas veces ni así.
La verdad sigue existiendo. Pero, como el dinero sólido, está cada día en menos manos. Y cada vez mejor guardada.
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