Posverdad y desinformación: guía para perplejos
El problema, ahora, no radica en que la verdad sea lo opuesto a la mentira, sino en que la opinión es elevada a la categoría de verdad
A pesar de toda la información disponible, cada vez es más arduo conocer qué es verdadero, falso o en qué medida algo es verdadero o falso. La irrupción política, mediática y social de conceptos como posverdad, fake news y desinformación ha alcanzado a todos los países. La posverdad es la forma de describir aquellas circunstancias en las cuales los hechos objetivos verificables son menos relevantes, en la formación de la opinión pública, que la apelación a las emociones o las creencias personales. La verdad —entendida como coincidencia entre una proposición y los hechos— solo tiene, a diferencia de la posverdad, una única presentación.
Las fake news son noticias, imágenes u otro tipo de contenidos falseados con una cierta intención. Se sostiene que las fake news al ser mentiras no son una novedad. Y es cierto. La creación de falsedades con una intencionalidad táctica forma parte de la historia de la comunicación y de lo que somos como especie, desde Platón pasando por Hobbes hasta hoy. La falsedad y, en su modo extremo, la propaganda —la mentira organizada en la esfera pública— siempre han formado parte de la política y su uso busca conseguir algún tipo de ventaja sobre los identificados como adversarios. En cada época se ha utilizado la tecnología existente para difundir falsedades, desde la imprenta, el telégrafo, la radio, la aviación y el cine, hasta Internet.
La posverdad y las fake news suponen una dificultad muy importante para los ciudadanos a la hora de diferenciar los hechos reales de los hechos de ficción
Lo que sí es radicalmente diferente hoy son la escala (global y local) y la velocidad en la producción, circulación y alcance de las fake news. No tienen precedentes en la historia de la humanidad. Esta es la radical diferencia con la propaganda y el gran riesgo asociado a nuestro tiempo. La posverdad, las fake news y la desinformación son posibles hoy debido a una compleja interacción entre infraestructura tecnológica, prácticas comunicativas y comportamiento social.
La velocidad de difusión de las fake news y la desinformación ha contaminado la comunicación, la política, la economía, los conflictos, el pensamiento o las decisiones. Para el filósofo y urbanista Paul Virilio, toda tecnología lleva implícita en sí misma su propio accidente y un potencial efecto catastrófico. Las fake news, la posverdad y la desinformación son la muestra del potencial catastrófico, sin ser la única, de las innovaciones tecnológicas posinternet.
El acceso, la cantidad y la calidad de la información a la que podemos acceder como ciudadanos —clave en el modelo democrático— influye en cómo percibimos y comprendemos la realidad, tomamos decisiones y, en definitiva, nos comportamos. La posverdad y las fake news suponen una dificultad muy importante para los ciudadanos a la hora de diferenciar los hechos reales de los hechos de ficción que tienen una intencionalidad distorsionadora.
La desinformación como forma de pensar en comunidad tiende a ser justificada con la falacia de la defensa de valores culturales y derechos individuales
La desinformación, aunque tiende a confundirse con las fake news, es algo mucho más sutil y con un riesgo colectivo mayor. La desinformación es un concepto más complejo que la mentira o la inexactitud, puesto que no es casual sino creada con una intención, e incluso en su deformación es un fenómeno informativo. Si sólo fuera mentira sería propaganda.
Alexandre Koyré, filósofo e historiador de la ciencia, escribió en 1943 un breve ensayo titulado La función política de la mentira moderna, donde mostraba, en referencia al régimen nazi —pero válido para todo totalitarismo— cómo las élites políticas predefinen e imponen la compresión de la realidad en un sistema totalitario por medio de la propaganda, para adecuarla al espíritu de la raza o de la nación.
Si los regímenes totalitarios del siglo XX hicieron de la propaganda con la tecnología disponible entonces parte esencial de su expansión, hoy podemos entender la desinformación, más que las fake news, como el legado totalitario a las democracias liberales. Ha sido tras las elecciones presidenciales estadounidenses y el referéndum del Brexit, en 2016, cuando han comenzado a publicarse gran número de artículos en medios de comunicación e investigaciones con sospechas y pruebas de la existencia de proyectos a gran escala para contaminar las sociedades con discursos desinformativos.
La desinformación persigue conseguir una ventaja política gracias a extender una determinada forma de percibir de manera colectiva la realidad, lo que supone la intención de cambiarla. Hay numerosos ejemplos, no sólo en la política, de oleadas de desinformación masiva con riesgos para individuos y sociedades. Existen campañas de desinformación de gran escala e impacto relacionadas con el cambio climático, las vacunas, los alimentos, la nutrición, el origen de la vida, las armas en manos de los ciudadanos, los medicamentos genéricos, la curación u origen de enfermedades, la energía nuclear, el impacto de la inmigración, la construcción de identidades étnico políticas, que amenazan con reconfigurar la percepción de la realidad social misma y de la convivencia.
La desinformación supone la distorsión de los hechos que es donde se confunde la intención como aparente información. No necesita ser una falsedad completa porque para poder ser tomada como verdad es suficiente con que sea verosímil. Y, a diferencia de la propaganda no se impone, sino que se ofrece como una información útil —dentro de la lógica del main stream de la comunidad— para la cosmovisión de un grupo, clase, comunidad o país. La desinformación como forma de pensar en comunidad tiende a ser justificada con la falacia de la defensa de valores culturales y derechos individuales. El problema no radica en que la verdad sea lo opuesto a la mentira, sino en que la opinión es elevada a la categoría de verdad. El riesgo reside en que las opiniones no pueden sustentar el modelo democrático porque, como escribió la politóloga Hannah Arendt, “la libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva y no se aceptan los hechos mismos”.
La radicalidad de la desinformación estriba, no en la capacidad de la tecnología para hacerla ubicua, sino en la libertad de los ciudadanos para elegirla. La desinformación parece ofrecer la seguridad individual y colectiva frente a un mundo, insertado en una globalización sin conciencia, cada vez más incomprensible y caótico.
Miguel del Fresno es sociólogo y filósofo. Es docente de la UNED e imparte clases en diversos campus universitarios naciones e internacionales.
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