Francia, un Gobierno condenado a caer rápidamente
Barnier ha sido presentado como un hombre de consenso; dirige ahora un Ejecutivo de disenso y de derecha dura que no podrá aprobar los Presupuestos
El presidente de Francia, Emmanuel Macron, necesitó solo una hora (entre las cinco y las seis de la tarde del pasado 9 de junio) para decidir (¡solo!) la disolución de la Asamblea Nacional. Perdió las legislativas el 7 de julio. Pero, tras los resultados catastróficos para su propia mayoría, esperó dos meses para nombrar un nuevo primer ministro (el 5 de septiembre), ¡y éste, a su vez, ha tardado más de tres semanas en formar Gobierno! Para colmo, en vez de elegir un primer ministro del bando de la izquierda vencedora de las elecciones, Macron nombra a Michel Barnier, miembro de Los Republicanos, el quinto partido en el Parlamento, con un grupo de diputados de los más pequeños (47), adversario del frente republicano anti Le Pen y situado en la derecha dura del campo político. El nuevo primer ministro es, ciertamente, un hombre con mucha experiencia; se caracteriza, entre otras cualidades, por su solidez política comparada con la levedad de los dirigentes del campo presidencial. El drama es que llega tarde. En la configuración actual de la Asamblea Nacional, dividida en tres bloques antagónicos y sin verdadera posibilidad de acuerdo, hay poca posibilidad de gobernabilidad a corto plazo. El Gobierno que acaba de constituir es emblemático de esta parálisis latente.
Michel Barnier se enfrenta a un doble reto. Por un lado, construir una mayoría de proyectos en un parlamento hostil, por otro, afrontar la dramática situación financiera del país (¡déficit público del 5,5% en 2023, es decir, 154.800 millones de euros, con una previsión del 5,7% en 2024 y más del 6% en 2025!) en un contexto de movilizaciones sociales de casi todos los sectores de la sociedad. El primer reto depende fundamentalmente de la actitud de la extrema derecha. El segundo diseña un enfrentamiento imparable con la izquierda.
El Gobierno elegido, estructuralmente minoritario, encarna esta situación contradictoria y polarizada. Se caracteriza fundamentalmente por un giro ultraderechista, con figuras emblemáticas de la derecha conservadora para seducir al partido extremista de Marine Le Pen. En vez de elegir un Gobierno centrista capaz de atraer una parte de la izquierda muy moderada y exsocialista, que hubiera podido gobernar porque la izquierda del partido La Francia Insumisa no lo habría censurado, Macron y Barnier han preferido buscar el apoyo tácito de la ultraderecha. Barnier es un conservador exliberal que se acercó recientemente a temáticas antieuropeas y anti inmigrantes; Macron no quiere modificaciones de las reformas adoptadas en los últimos tres años (jubilaciones, empleo, migraciones, etcétera), casi todas de modo autoritario en el Parlamento (utilizando el artículo 49.3 de la Constitución, que permite aprobar una ley sin votación).
Este giro derechista define claramente la composición del Gobierno. Los ministros de pleno ejercicio más importantes pertenecen al ala liberal del macronismo, con un exsocialista neoliberal, Didier Migaud, en Justicia, y al sector más conservador de la derecha tradicional (Los Republicanos). El nombramiento de Bruno Retailleau en el Ministerio de Interior, flamante líder de la derecha católica reaccionaria, es un guiño a Marine Le Pen, porque este político no ha dejado de destilar, estos últimos años, tópicos xenófobos y autoritarios, y, por otro lado, porque ha sido hasta hoy jefe de la mayoría conservadora en el Senado. Su entrada en el Gobierno garantiza a Macron y Barnier el apoyo futuro de esta institución frente a la Asamblea Nacional.
El discurso de política general que Barnier debe pronunciar el 2 de octubre próximo indicará las principales líneas de su programa. Pero se puede prever un fuerte endurecimiento en materia de extranjería, medidas muy restrictivas en las políticas públicas, siendo el Ministerio de Asuntos Sociales uno de los más castigados por la ley de hacienda, y un retorno a un orden moral agresivo (seis nuevos ministros son claramente homófobos y opuestos a las personas transgénero). Es un Gobierno de derecha dura. Barnier ha sido presentado como un hombre de consenso; dirige ahora un Gobierno de disenso. Un periodo de enfrentamientos sin cuartel, sostenidos por los movimientos sociales que surgirán en la calle, es inevitable en el Parlamento.
Este Gobierno puede caer con rapidez, probablemente en diciembre, cuando se vote la ley de Presupuestos. Una moción de censura apoyada por una coalición objetiva de la izquierda y de la extrema derecha (se habla ya de “coincidencia de circunstancia”) es, ahora, posible. Tras el anuncio de la composición del Gobierno, Jordan Bardella, el presidente del partido de extrema derecha, ha declarado: “Este nuevo Gobierno firma el retorno del macronismo… Lo que los franceses han sancionado dos veces no puede volver tramitado por miserables manipulaciones de politiqueros; es un Gobierno que no tiene ningún porvenir”. Por su parte, François Hollande, el expresidente socialista, ahora diputado, propone a los socialistas presentar ya una moción de censura. Y Jean-Luc Mélenchon, jefe de La Francia Insumisa, llama a luchar otra vez en la calle y derogar al Gobierno en el Parlamento. Es poco decir que el presidente Macron, al provocar elecciones anticipadas, no ha salido del pantano en el que se ha metido. El país está agotado. Impera cada día más el sentimiento de que hay que acabar. De una vez.
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