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TRIBUNA
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Tenemos una justicia del siglo XIX para problemas del siglo XXI

Resulta imperativo asumir el reto de transformar el sistema judicial para que sea más eficaz y de mayor calidad, y no es un problema de dedicarle más dinero

Oficinas de un juzgado madrileño, en una imagen de 2019.
Oficinas de un juzgado madrileño, en una imagen de 2019.Julián Rojas

Cuando se habla de sistema de justicia, la doctrina suele diferenciar dos ámbitos: el poder judicial, esto es, el desarrollo de las competencias jurisdiccionales, que correspondería a jueces y magistrados, y al Consejo General del Poder Judicial como órgano de gobierno; y la administración de la Administración de justicia, que tiene que ver con la gobernanza del sistema y, en concreto, la gestión de infraestructuras, tecnologías de la información y personal no judicial, responsabilidad del Ejecutivo. Si bien el primer ámbito está presente en la conversación pública, el segundo no ha tenido, incomprensiblemente, demasiada presencia en la arena política partidista ni mediática.

Una simple exploración del sistema descubre importantes problemas estructurales: la falta de personal judicial y su alta movilidad, el colapso en muchos juzgados, la escasez de oficinas de atención a las víctimas o las dificultades en la digitalización, por poner algún ejemplo. Ahora bien, esta carencia de recursos no acaba de casar con los indicadores presupuestarios. Actualmente, el ministerio y las comunidades autónomas con competencias transferidas destinan unos 4.200 millones anuales a la justicia: la Comisión Europea para la Eficacia de la Justicia (CEPEJ) señalaba en su informe de 2022 (con datos de 2020) que el gasto en el Estado español era de 87,9 euros por habitante, por encima de la media de los países del Consejo de Europa (78,1 euros) y superior a países del entorno como Francia o Italia. Parece que la nada desdeñable inversión no acaba de generar los rendimientos esperados.

Aunque un mayor margen presupuestario es necesario, sobre todo en un contexto de transición y con retos históricos que solucionar, el buen funcionamiento del sistema judicial no se va a conseguir solo con estrategias de incremento. Tenemos un modelo ideado en el siglo XIX, que se consolida y materializa en el XX, y que tiene que hacer frente a problemas y necesidades del XXI. Asumir el reto de innovar y transformar para conseguir unas mayores eficiencia, eficacia y calidad debería ser imperativo para las administraciones públicas y los operadores jurídicos. No hay más excusas para “conservar”. Nos jugamos el buen funcionamiento de un servicio esencial para el sostenimiento del Estado de derecho.

Así pues, en primer lugar destaca la necesidad de reformas organizativas: el modelo decimonónico de juzgados unipersonales, cuyo titular trabaja solo y sobre un amplio abanico de asuntos, va siendo reemplazado por una mayor especialización, un trabajo colaborativo y la mancomunación del apoyo judicial. Y con mayor proximidad en la primera atención y los trámites sencillos.

En segundo lugar, la imprescindible digitalización, aún no complementada, no puede limitarse al hecho de trabajar con expedientes electrónicos y acceso a comunicaciones on line: se requiere transformar la propia manera de trabajar y de relacionarse entre los operadores y con la ciudadanía.

En tercer lugar, apostar por devolver el conflicto a las partes. Esta apuesta requiere de estrategias de amplio espectro, desde fomentar la acción comunitaria y la construcción de una ciudadanía densa que pueda facilitar la gestión de ciertos conflictos sociales, al desarrollo de la mediación y otros sistemas alternativos para su resolución en ámbitos tan distintos como el familiar, el empresarial o el administrativo —sea promovida a nivel extrajudicial o intrajudicial—; o la introducción de la justicia restaurativa en el ámbito penal. Un cambio cultural de enorme envergadura. La justicia será cada vez menos sinónimo de sistema judicial.

En cuarto lugar, en un contexto de complejidad y especialización crecientes se requiere de equipos psicosociales, criminológicos y forenses que acompañen a las víctimas y asesoren a los operadores. Algunos de ellos deberán trabajar, o hasta conformarse, en colaboración con otros ámbitos sectoriales y niveles institucionales.

Y, finalmente, ha llegado el momento de repensar la demarcación y la planta. La circunscripción judicial que hoy tenemos se fundamenta en la dibujada hace casi dos siglos, cuando íbamos a pie o en carro y no existía la estructura urbana actual. Explorar la superación de las fronteras de algunos partidos judiciales para aumentar el porcentaje de ciudadanía atendida por los juzgados especializados en violencia sobre la mujer puede ser un primer paso para una profunda reorganización territorial del sistema.

Un buen funcionamiento de la justicia es básico para una sociedad convivencial, cohesionada y segura, e imprescindible para el dinamismo de la economía productiva. Si queremos caminar en esa dirección, resulta indispensable abordar las reformas y transformaciones del sistema con valentía y ambición. Y con radicalidad: ir a la raíz del problema.

Albert O. Hirschman exponía que frente a escenarios de cambio de época surgen pulsiones conservadoras que se pueden sintetizar en tres tesis: perversidad, futilidad y riesgo. La tesis de la perversidad del cambio apunta a la lógica de la fatalidad. Parte de la idea de que todo cambio empeora la situación de partida, interpretación que llevaría a forjar estrategias de inmovilismo y resistencia. Pero las dimensiones de cambio de época pueden ser leídas también como coordenadas de mejora y progreso, de adaptación de un sistema a su tiempo. Esta debería ser la sintonía que atravesara leyes y políticas públicas de la Administración de justicia que viene. Y para eso se requiere de una amplia implicación de instituciones, actores políticos y operadores jurídicos.

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