Los reinos de taifas de la justicia digital
La reforma judicial que el Gobierno acaba de sacar adelante busca poner al día una administración que es lenta por su carácter artesanal y por la falta de comunicación entre autonomías, pero las mejoras dependen de las comunidades
En la era de la inteligencia artificial, en algunos juzgados aún se utilizan el fax, los sellos de tinta, el típex y los correos certificados con acuse de recibo en cartulina rosa. En la sala de vistas no siempre se dispone de medios de reproducción del sonido y la imagen, se avisa a gritos del comienzo del juicio y hay que preguntar directamente al funcionario cómo va la tramitación de tu expediente al no haber webs de información. En este escenario se ha publicado el Real Decreto Ley 6/2023, de 19 de diciembre, con el que el Gobierno pretende transformar el “servicio público de justicia”.
Siempre es jurídicamente criticable que una ley de estas características, que modifica sustancialmente algunas normas procesales y regula contenidos heterogéneos, sea aprobada por real decreto ley en lugar de por una ley ordinaria resultante de un debate parlamentario en el que se permita introducir enmiendas y mejoras. Se está consolidando la práctica de que el real decreto ley sea la forma ordinaria de legislar y que el Ejecutivo se apropie de la potestad legislativa que corresponde a las Cortes Generales. Se enarbolan razones de agilidad y eficiencia para maquillar la incapacidad de diálogo y debate. No existen argumentos para justificar, además, que haya razones de extraordinaria y urgente necesidad (artículo 86.1 de la Constitución), puesto que llevamos décadas de retraso en lo que a modernización de la justicia se refiere, por lo que, si hemos podido esperar tantos años, bien pudiéramos haber esperado un poco más y haber sometido a debate parlamentario la cuestión por los trámites de una ley ordinaria. Sea como fuere, habemus ley y, como tal, ha de ser acogida con esperanza y escepticismo a partes iguales.
La nueva regulación introduce diversas reformas procesales que pretenden aligerar los juzgados. No voy a detenerme en estas materias, al tratarse de cuestiones técnicas cuya eficacia habrá de valorarse una vez entren en vigor, si bien, en un análisis a vuelapluma, entre medidas razonables y necesarias hay otras que vienen a cumplir la tradición de cambiar los expedientes de montón, modificando la tramitación conforme a un tipo de procedimiento por otro distinto, pero en el mismo juzgado, con los mismos medios y con la misma saturación. Sin una dotación mayor de medios materiales y personales (en 10 años, un tercio de la carrera judicial se jubilará, y la situación crítica de la justicia puede colapsar), estas reformas procesales no servirán de mucho.
Al margen de lo anterior, la principal novedad de la ley la constituye la voluntad de poner las tecnologías en el centro de la modernización de la Administración de justicia, con reformas procesales de calado que, sin duda, pueden contribuir a impulsar tediosos y anticuados trámites procesales. Aunque las causas de la lentitud de la justicia son diversas, el trabajo “artesanal” que aún hoy en día seguimos desarrollando en los juzgados no ayuda a tener una justicia acorde al periodo histórico que vivimos. Es necesario implementar ayudas técnicas que faciliten el trabajo humano.
A esta esperanzadora ley se le debe oponer el lógico escepticismo que provoca el hecho de que las competencias en materia de justicia se encuentren transferidas a la mayoría de las comunidades autónomas, con excepción de las denominadas “territorio ministerio”, donde el Estado central retiene la competencia (Extremadura, Murcia, Islas Baleares, las dos Castillas, Ceuta y Melilla, además del Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional). Uno de los principales motivos por los que la justicia —que sirve a uno de los tres poderes del Estado, el judicial, único para todo el Estado— cuenta con graves disfuncionalidades en lo que a tecnología se refiere es los reinos de taifas que supone la gestión de la Administración de justicia por 12 comunidades autónomas diferentes, sin comunicación entre sí.
Cuando un juzgado recibe una demanda o una denuncia, al registrar el asunto únicamente se puede comprobar si las partes tienen una causa abierta en el mismo partido judicial o en la misma comunidad autónoma, pero no puede saberse digitalmente si existe un procedimiento semejante en un juzgado de otra comunidad. Esta deficiencia puede ser anecdótica —–que un ciudadano pruebe a presentar la misma demanda en distintos partidos judiciales cuando la ley permite la elección del fuero territorial y esperar a ver cuál se tramita más rápido para desistir de la otra demanda antes de que le aleguen litispendencia— o grave —que un juzgado desconozca que la pareja que se está divorciando en su territorio está inmersa en un procedimiento de violencia de género en otro lugar—. La falta de comunicación automática entre territorios conduce a duplicidades, disfunciones, falta de información relevante a la hora de resolver un asunto y desperdicio de recursos personales y materiales.
La ley aprobada recoge la obligación legal de que, en el plazo de cinco años desde la publicación, se garantice la interoperabilidad entre sistemas al servicio de la Administración de justicia y para ello apela a la cogobernanza entre administraciones. También se prevé la obligación de que las distintas comunidades autónomas provean de accesibilidad a los ciudadanos en igualdad de condiciones y que doten de medios a los juzgados. Así debería ser, pero años de dejadez institucionalizada (no olviden que la justicia no da votos) obligan a mirar de refilón la reforma. No será la primera vez que se aprueba una ley y automáticamente se suspende su entrada en vigor por falta de inversión, como sucedió con la Ley del Registro Civil, que tardó más de 10 años en empezar a aplicarse.
La reforma tiene bondades innegables, por más que el sector jurídico sea tradicionalmente reacio al cambio y nos hayamos instalado en la queja constante frente a cualquier intento de mejora de la justicia. Por ejemplo, se ha introducido la obligación de las personas jurídicas de utilizar los sistemas electrónicos de la Administración de justicia, lo cual permite agilizar muchos trámites que antes debían hacerse presencialmente y en papel. Pero también hay reformas que regulan una cosa y la contraria, neutralizando sus efectos, como la declaración de preferencia de las actuaciones telemáticas (artículo 129 bis 1 de la Ley de Enjuiciamiento Civil), que choca con la obligatoriedad de que las partes, testigos, peritos, menores o personas con discapacidad comparezcan presencialmente ante el juez, por lo que, en muchas jurisdicciones, los juicios telemáticos dejarán de ser una opción posible cuando haya que practicar esta prueba, algo que sí permitía el artículo 14 de la Ley 3/2020 de medidas procesales y organizativas para hacer frente a la covid-19 en el ámbito de la Administración de justicia.
Finalmente, la propia ley reconoce su debilidad al recoger en varias ocasiones la posibilidad de su incumplimiento cuando, tras obligar a usar los medios técnicos, añade la coletilla “siempre que las oficinas judiciales tengan a su disposición los medios técnicos necesarios para ello”.
Con esto volvemos al punto de partida: se regulan mejoras que dependen de la buena disposición de las administraciones de las comunidades autónomas, dándose un plazo de cinco años para ello, sin que nuestro ordenamiento jurídico prevea forma alguna de fiscalizar la forma en la que se desarrollan las competencias transferidas. Y es que la endémica desigualdad territorial en la Administración de justicia sigue siendo el talón de Aquiles de cualquier intento de modernización de la justicia.
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