Despreciar al otro: la derrota del diálogo
El miedo al que el neoliberalismo ha condenado a amplias capas de la población ha incrementado el odio y el regreso a la creación de chivos expiatorios
Cuando el rey Lear decide preguntar a sus hijas si lo aman por encima de todas las cosas para repartir entre ellas su reino, las mayores le responden con panegíricos, pero la honesta Cordelia afirma que ama a su padre, pero ofrecerá a su esposo la mitad de su amor. Defraudado, el iracundo Lear la aleja de inmediato de sí. Ya no eres mi hija, afirma, Fuera de mi vista.
Con su gesto impulsivo, Lear responde como hiciera el hombre premoderno: actúa, y al hacerlo recupera la omnipotencia que la respuesta de Cordelia ha herido, pero niega también el sufrimiento de esa decisión: la hija amada es repudiada, y Lear ha escindido el amor del odio que la herida narcisista le produjo, borrando aquél. La ira, ya dijo Homero, es más dulce que la miel.
La modernidad consistió, entre otras cosas, en intentar suprimir esas respuestas inmediatas, y los ideales ilustrados apuntaban en la dirección contraria. Aquel sapere aude kantiano, Freud lo colocó como ideal de la cura psicoanalítica al afirmar: “Allí donde estaba el ello, el yo debe advenir”. O lo que es casi sinónimo: allí donde reinaba el inconsciente, la sinrazón, la irreflexividad impulsiva de la ira de Lear, el yo, la razón y la demora, debe advenir. Hamlet es el personaje que ejemplifica el paso del soldado actuador medieval que representan Lear o Macbeth al hombre ilustrado, que duda, habla y demora la acción.
Es buena costumbre dudar, requiere fortaleza, soportar la incertidumbre, tolerar las palabras de Cordelia y asimilarlas, admitir que no eran una afrenta, sino la consecuencia lógica de su honestidad. Aceptar la duda exige escucha y consideración, tomar en cuenta las opiniones del otro, explorarlas y reflexionar sobre ellas, aunque esto nos aleje de nuestra anterior certeza. Tolerar la duda es fruto de una madurez personal y social que supone el ejercicio de la diplomacia, de la negación y de la pérdida de omnipotencia, poder aceptar que nuestros deseos no se cumplan o que nuestras opiniones estén equivocadas.
La psicoanalista Melanie Klein, preocupada por los mecanismos más primitivos del ser humano, describió dos posiciones que hoy nos servirán para explicarnos a Lear y el mundo: la posición esquizoparanoide y la posición depresiva. En la primera, el niño organiza su universo mediante una ingenua separación entre buenos y malos, de forma que puede agredir a los malos sin temer la pérdida de los buenos, pues todavía no observa que aquellos que le frustran son también quienes le aman y le proporcionan los cuidados necesarios para su supervivencia. Los cuentos infantiles dan cuenta de esta disociación, y están llenos de madres buenas y madrastras malas, hadas y ogros, bien separados. Después nos damos cuenta de que la madre buena es también la que nos hace mal, aunque solo sea porque nos educa mediante el ejercicio del trauma benéfico del límite, aunque solo sea porque frustra algunos de nuestros deseos. Poco a poco, el niño y la niña comprenden que las experiencias buenas y malas se las proporciona la misma persona, que dañar a quien lo frustra lleva consigo perder también a quien nos da su amor, a quienes amamos, y aprende a controlar la ira entrando en la posición depresiva, más reflexiva, más diplomática, llamémosla así, dialogante. A lo largo de nuestra vida nos esforzaremos por sostener esta posición evolucionada, pero que siempre estará en peligro, porque cuando la incertidumbre y el miedo se hacen fuertes, el retorno a la escisión esquizoparanoide es una tentación demasiado fuerte, como nos ha enseñado la historia y como hoy nos lo sigue, lamentablemente, enseñando. El miedo y la inseguridad a la que el neoliberalismo depredador ha condenado a amplias capas de la población, sometiéndolas a la pobreza, han incrementado el odio, y con este el regreso a posiciones escindidas, donde lo malo se proyecta en un objeto construido (inmigrantes, palestinos, homosexuales, mujeres, históricamente los judíos; para Israel, ahora, los palestinos), al que alejamos de nosotros con un gesto rotundo, Fuera de mi vista, como le ordena Lear a Cordelia.
La posición esquizoparanoide es contraria a la diplomacia, pues esta apela a una premisa previa, el reconocimiento de la vulnerabilidad y dependencia mutuas. Hablamos y negociamos porque partimos del sentimiento de que nos necesitamos mutuamente, de que somos interdependientes y, por tanto, el bien de uno es también, aunque de distinto modo, el bien del otro. Reconocer la vulnerabilidad propia y ajena inhibe la agresividad, pero sin el reconocimiento de esta interdependencia la diplomacia se hace innecesaria y la ley del más fuerte se impone: si creo que no te necesito, eres superfluo para mí, no me molesto en considerarte. Lo vemos en el actual genocidio de Gaza, en el supremacismo sionista de Netanyahu, en la xenofobia de Trump.
La ultraderecha, en ascenso en Europa, no reconoce la interdependencia, pretende destruir derechos sociales que protegían a los más débiles, privatizar la sanidad y la educación, mantener un orden patriarcal que asesina a mujeres y niños, porque niega la fragilidad. Y esta negación es profundamente antidiplomática, pues huye de la reflexión de la posición depresiva y del argumento y practica el insulto. Cuando Abascal grita “más muros y menos moros”, ejerce un populismo simplificador que niega los derechos humanos de los más vulnerables, así como que la envejecida Europa necesita 60 millones de inmigrantes para superar sus bajas tasas de natalidad y el envejecimientos de su población, una población longeva que es cuidada, precisamente, por esos moros que Abascal reduce a un objeto malo, escindido, maniqueísta y violento, propio de la Edad Media en la que parece instalar sus propuestas, como los niños de pocos meses, como el rey Lear. Y sus votantes, angustiados, secundan ese odio.
Por el contrario, “el compromiso del diplomático, las exigencias que asume su práctica, las obligaciones que le ponen en riesgo, lo convierten en representante no de un ideal general y hueco de paz universal, sino de una paz posible, siempre local, precaria y cuestión de invención”, escribe Isabelle Stengers.
Reconocer nuestra interdependencia nos ayuda a explorar el terreno de lo posible, porque no tenemos un planeta b, no podemos decir al distinto, convertido en chivo expiatorio, Fuera de mi vista, sino que estamos obligados a compartir este mundo.
Los totalitarismos se basan en el desprecio del otro, en la convicción de que sólo los ciudadanos que se consideran de los nuestros tienen derecho a existir, y el capitalismo extractivista se comporta como un totalitarismo desmesurado que en su afán de riqueza traspasa cualquier límite, y en su soberbia autárquica consume autofágicamente el planeta que le sirve de sostén. Anselm Jappe lo compara con el mito de Erisictón, el rey que al talar un árbol sagrado fue castigado a experimentar un hambre insaciable y, cuando acabó con todas sus riquezas, comenzó a devorar su propio cuerpo. En esas estamos hoy.
El capitalismo, junto a las ideologías de ultraderecha que lo defienden, no reconoce la necesidad de esa diplomacia de las interdependencias de las que nos habla Baptiste Morizot, basada en una ética de la consideración que respete las vidas de todos los seres vivos de la Tierra; una diplomacia que hoy es más necesario que nunca practicar.
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