'El rey Lear': hacerse viejo sin hacerse mejor
Uno. Javier Fernández de Castro me habló una vez de un proyecto de novela, que acarreaba como un fardo por desatar desde mediados de los sesenta, llamada La conquista de los Alpes Réticos por el cristianismo. Su protagonista estaba obsesionado por un cuadro que tenía tan pintoresco título y que reaparecía una y otra vez, siempre igual y siempre distinto, a lo largo de su vida, desde la infancia hasta la madurez. La idea de Javier era reflejar la evolución vital del personaje "a través" de sus comentarios acerca del cuadro, es decir, mostrar de qué modo la significación de una obra depende de una mirada que modifica sus percepciones según su propio discurrir por la existencia: según, en fin, lo que nos haya pasado y lo que hayamos aprendido en la vida.
El rey Lear, de Hansgünther Heyme, se presenta en La Abadía, de Madrid
Hay un espléndido ensayo de Michael Ignatieff que parte del mismo concepto. "Preguntarse 'de qué va' Lear", dice Ignatieff, "equivale a preguntarse 'de qué va' la vida. Es una obra ('la' obra, quizá) acerca de lo que 'es' la vida. Así, la pregunta 'de qué va' Lear tiene distintas respuestas, según lo viejos que seamos, según lo mucho o poco que hayamos vivido". En su ensayo, Ignatieff, que acababa de cumplir 60 años, realizaba una operación similar a la del protagonista de la novela de Javier, evocando sus diversas y renovadas percepciones de la obra, desde que la vio por primera vez, en sus días de escuela, hasta su tiempo presente. A los 12 años, la mirada de Ignatieff se sintió violentamente imantada por la "desproporcionada crueldad" del texto, en especial por la escena en la que le vacían los ojos a Gloucester. Experimentó entonces, como sólo un niño puede vivirla, la sacudida moral de la maldad irracionalmente pura ("malignity can be truly motiveless!") y, todavía más inquietante, descubrió su propia crueldad al contemplar la escena con una indiscernible mezcla de horror y placer morboso, sin poder apartar la mirada de lo que sucedía en el escenario. Luego, adolescente, sintió que el "tema" de Lear era la ingratitud de los hijos hacia sus padres, y se identificó con Lear precisamente porque él mismo creía estar comportándose como Regan y Goneril, las "hijas malvadas". Recién cumplidos los 60, rodeado de hijos y nietos, Ignatieff ya no se sentía incondicionalmente "a favor" de Lear, sino que comenzaba a comprender algunas de las razones de las hijas, quizá porque "an aged man is always King Lear". El "tema" del drama era ahora la historia de un hombre violento, arbitrario e irracional, que recoge lo que ha sembrado, que empeora con la edad porque no puede aceptarla; que hace la vida imposible a quienes le rodean y que, tras ser arrojado al despojamiento y la locura, aprende su lección cuando ya es demasiado tarde.
El rey ya no es la víctima, patética pero gigantesca, de un destino aciago, sino un viejo arrogante que accede a la verdad siguiendo la senda más dolorosa. Percibimos también que Shakespeare no nos está contando la historia de un viejo sino de cuatro: cuatro formas de vivir y asumir la vejez. La de Lear, la de Gloucester, la de Kent y la del bufón. Uno no puede dejar de sentir que si Lear hubiese escuchado la voz del bufón, instándole a reírse un poco de sí mismo, o si hubiera aprendido algo de la sensatez de Kent, o de la iluminada resignación de Gloucester, todo el horror quizá no se hubiera desatado.
Dos. El eterno problema de los montajes de El rey Lear en España es que no hay viejos actores que quieran pegarse el palizón. No hay quien saque de sus casas a Fernán-Gómez, o a Alterio. O a Manuel Alexandre para hacer el bufón. Con suerte, y éste es el caso del espectáculo de Hansgünther Heyme que acaba de presentarse en La Abadía, se recurre a intérpretes "maduros", como Helio Pedregal, pero que rebosan energía por los cuatro costados. No me convence Pedregal en este Lear. Hay entrega, hay una espléndida dicción, hay momentos emotivos -su quijotesca conversación con Gloucester-, pero está a años luz de su gran Carbone en Panorama desde el puente. Aquí más bien parece un extraño cruce entre Mussolini y Tito Andrónico: testa rapada, mandíbula pétrea, ojos dementes y gestos desaforados desde que pisa la escena. Le sobra fuerza y le falta evolución. Sus matices parecen oscilar entre gritar más o menos, según le dé el venate, y se diría que ésa es la consigna general del espectáculo, marcado por una voluntad expresionista ("muy alemana", iba a escribir) que, unida a la agitación y los cortes (y aquí se ha llegado a cortar incluso algunas de las más bellas frases del monólogo final), provoca una considerable sensación de desconcierto. El espectáculo dura dos horas y diez minutos, sin intermedio. Faltan escenas clave para seguir la acción, y el hecho de que los bufones (Inma Nieto y Lino Ferreira, muy brechtianos, y demasiado jóvenes) interpreten también a media docena de personajes (mensajeros, sirvientes, oficiales, etcétera) convierte el tercio final en un galimatías grotesco, del que uno acaba desentendiéndose: cuando aparece Lear con Cordelia (Eva Castro) en brazos tenemos que hacer un esfuerzo de memoria para recordar quién era. Hay, sin embargo, muy buenos actores en esta compañía. David Luque, para mi gusto el mejor del reparto, es un Kent poderoso, iracundo, que imanta la atención: podría ser un espléndido Coriolano. Por su edad se ve forzado a componer, y lo mismo le sucede a José Luis Alcobendas, que convierte a Gloucester en un clown tristísimo, alunado pero conmovedor: la extraordinaria escena del falso acantilado, de la mano de Edgar (Marcos Marín), es, de largo, lo mejor de la función. Elisabet Gelabert y Rosa Manteiga (Goneril y Regan) están en el justo punto sulfúrico, aunque no resulta fácil entender su conjunto interés erótico por un Edmund (Ernesto Arias) al que parecen haber vestido, por motivos que se me escapan, para ganar un trofeo gay de jugadores de golf (o viceversa).
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