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Columna
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Por qué vivimos enfadados

Antes compartíamos la culpa de lo que nos pasaba con el dios de turno, pero ahora somos dueños completos de nuestro destino

Una mujer, en un confesionario de una iglesia en Cracovia.
Una mujer, en un confesionario de una iglesia en Cracovia.Godong (Universal Images Group / Getty)
Víctor Lapuente

¿Por qué te enfadas? ¿Porque tu jefa no te asciende, el doctor no te hace una receta, la profesora le pone una mala nota al niño o cualquier acción o inacción de otras personas? ¿O por algo que tú has hecho mal?

Adivino que la culpa suele ser de los demás. Una de las frases más repetidas de nuestro tiempo es “nadie se responsabiliza de nada”: ni los políticos de sus errores (o de las medallas olímpicas) ni los guardias de un recinto de no dejarnos entrar.

Esto no ha sido siempre así. En un pasado no remoto había una arquitectura mental —dogmas religiosos, códigos de honor y otros constructos estrambóticos pero efectivos— que derivaba parte de la responsabilidad de la vida en nosotros mismos. Era la, ahora denigrada, culpa judeocristiana. Como era una carga muy pesada, la compartíamos con el dios de turno. Si el resultado de nuestras acciones era aciago, teníamos el consuelo de que era la “voluntad del Señor”.

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La modernidad nos sacó de la cueva y nos dijo que éramos dueños completos de nuestro destino. ¡Bravo! Pero se le olvidó recordarnos que, al aire libre, llueve. A la intemperie, respiramos libertad, pero nos ahogamos de responsabilidad. Ser plenamente libres tiene dos caras: la sonriente de los incentivos (si trabajas duro, conseguirás mucho) y la deprimente del autocastigo (si fracasas, es tu culpa). Y en el hiperindividualismo de nuestra época estas dos caras han alcanzado proporciones titánicas. De Elon Musk a Taylor Swift, nunca ha habido acumulaciones tan rápidas de riqueza. Los sueldos de los ejecutivos americanos, que estaban en niveles obscenos, suben hoy a un ritmo no visto en lustros.

Pero, a la vez, la responsabilidad individual se ha alargado como una sombra siniestra sobre toda nuestra trayectoria vital. Perdemos el trabajo porque hemos tecleado una palabra de más en un tuit (y hemos ofendido a alguien) o un número de menos en la hoja de Excel (y nos ha superado en rendimiento el compañero de al lado). Hoy nos podemos ver en el banquillo de un juicio penal por fallos que antaño eran meras chapuzas, como empalmar mal unos cables de alta tensión. Que tengas que pagar una indemnización millonaria por servir café demasiado caliente ya no es una anécdota propia de los yanquis. Se ha judicializado la cotidianidad. Y la presión educativa cada vez empieza antes. El chiste de Woody Allen de “mi hijo no ha entrado en la guardería de la calle 52, será un fracasado” ya no es una gracia, sino una realidad.

Nos enfadamos porque quien tira los dados ya no es dios, sino nosotros.

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