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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Carles Puigdemont y el fantasma del legitimismo

El ‘expresident’ va a ser maltratado incluso por los suyos cuando sean capaces de analizar la trayectoria de un personaje que encarna los principios reconsagrados del trumpismo deslocalizado

Carles Puigdemont, durante su aparición en Barcelona este jueves.
Carles Puigdemont, durante su aparición en Barcelona este jueves.Massimiliano Minocri
Jordi Gracia

El juicio que la historia —o los historiadores y opinadores— reserven a un personaje público es impredecible, pero me atrevo a decir que Carles Puigdemont va a ser maltratado incluso por los suyos cuando sean capaces de analizar la trayectoria política, simbólica y folklórica de un personaje que encarna como pocos los principios reconsagrados del trumpismo deslocalizado: ni el respeto por la verdad de los hechos, ni la impasibilidad ante los resultados de las urnas adversos, ni la derrota como posibilidad democrática han sido rasgos de su personalidad pública desde que asumió por sorpresa la presidencia de la Generalitat. Ha sido capaz de burlar a las fuerzas policiales de la comunidad que él presidió y ha buscado torpedear de forma obstinada una investidura ajena que a él le resultaba aritméticamente imposible. La resistencia a asumir la derrota del unilateralismo que han encarnado de forma modélica Laura Borràs, Albert Batet o él mismo delata un fondo profundamente antidemocrático entre quienes creyeron, o fingieron creer, que el legitimismo mágico, irracionalista y semirreligioso iba a ser el carburante suficiente para incrementar los votos en favor de la candidatura de Puigdemont hasta lograr una mayoría de gobierno. Los suyos le perdonan una proclamación de independencia de ocho segundos, le perdonan (legítimamente) la huida de la justicia para salvar la piel de la justicia y por supuesto le perdonaron uno de los mayores desmanes democráticos que ha liderado en su trayectoria: en la madrugada del 27 de octubre de 2017 revocó la decisión tomada unas pocas horas antes de convocar elecciones autonómicas ante la evidencia de que la independencia no tenía ni un respaldo popular mayoritario ni apoyo internacional alguno ante el evidente sabotaje democrático del Estatut y la Constitución que urdió la mayoría independentista en el Parlament los días 6 y 7 de septiembre. La subversión de los derechos de una mayoría social no independentista ha pasado ya a la historia de la infamia de la democracia y a engrosar la lista de prácticas iliberales de quienes creen que sus convicciones y deseos están por encima de las normas y protocolos democráticos: si pierden los míos, retorceremos el sistema para acabar ganando saboteándolo desde dentro. No le importó imponer una ruptura unilateral a costa de una mayoría de la población de Cataluña y no le importó tampoco que parte de los compañeros políticos de aventura sí pasasen por un juicio y padeciesen condenas de cárcel desproporcionadas que luego indultó Pedro Sánchez.

Lo que pueda tener de mito popular, como sugería Pau Luque, de rebelde heroico y erigido en representante de una voluntad popular masiva, contagiosa y maltratada se me escapa, aunque pueda haber 700.000 catalanes (los que le respaldaron el 12 de mayo) de entre ocho millones que sí lo crean: llegó a bordear el millón de votantes en 2019. Pero ha sido desde el principio un político fulero cuyo último testamento político, emitido en tres folios colgados en X, reúne una sarta de embustes atragantados de legitimismo con aroma carlistón. Ni el más suyo de los suyos podrá razonar cuando pasen los inciensos heroicos de resistencia o la épica de la derrota la sensatez o veracidad de un relato fundamentalmente falso: victimista sin duda, pero sobre todo ademocrático porque la Cataluña con la que cuenta y de la que habla está solo en su imaginación infartada de fe sectaria. Su Cataluña excluye, como ha sucedido siempre, a la Cataluña no independentista, como si el catalán bueno fuese solo aquel que cree en la secesión como futuro esencial, existencial y salvífico de Cataluña.

Su último papel ha sido un poco más deplorable: fracasada la estrategia intimidatoria contra ERC para que a alguno le fallasen las piernas con un mero tuit a la hora de votar en favor del acuerdo con el PSC, ha preferido arengar a los pocos fieles sin cargo político que había en el acto de Arc del Triomf y volver a salir de España. La dignidad institucional ni la templanza política no han sido nunca sus mayores virtudes pero no la ha sido tampoco la coherencia ni la consistencia argumental: hoy es una sombra desquiciada peleando por cambiar una realidad social y política que le es adversa, como un púgil noqueado que no oye la campana, no siente la esponja empapada de agua de su entrenador, no percibe las magulladuras en su anatomía política y social ni percibe la senda de sobreactuaciones histriónicas que ha cometido contra la mayoría social de catalanes que no respaldan su rupturismo unilateralista. Su independentismo partió siempre de rebasar el marco democrático porque prevalecía el derecho histórico, mágico, irracional e indemostrable de una independencia dictada por la convicción y el desprecio explícito y sistemático a los catalanes que no entraban en su ecuación y, por tanto, no eran —no somos— catalanes. Son muchos de estos catalanes a quienes él no computó o no quiso computar como catalanes los que hoy se sienten representados bajo la presidencia de Salvador Illa y los acuerdos que la respaldan. No ha perdido el independentismo con su investidura; ha ganado la democracia como sistema de representación parlamentaria liberado del fantasma decimonónico del legitimismo.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.
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