Entre pasado y futuro
Los nuevos desafíos exigen nuevas ideas y novedosas formas de hacer política, no volver a los tics autoritarios


Es curioso cómo la retirada de Biden y la entrada de Harris ha tenido el efecto de resignificar toda la campaña a la presidencia de Estados Unidos. Mucho se ha hablado de lo que significa la reaparición de una mujer en el combate electoral, o el que se trate de una persona de color. Junto a estos rasgos hay otro también que tiene una enorme relevancia: la edad, el drástico cambio de roles que supone el pasar de un anciano, el malhadado Biden, a alguien pleno de vitalidad. Como no ha dejado de observarse, de un día para otro la rémora de la senectud recae ahora sobre Trump y la campaña ha dejado de ser de golpe una contienda entre viejos. Y tengo para mí que eso trasciende las especulaciones sobre capacidades físicas o mentales, introduce de forma algo más que simbólica la disputa entre el impulso por volver al pasado, representado por el discurso y el semblante de Trump, frente a alguien que mira y contempla el futuro, corporizado en la amplia y contagiosa sonrisa de Harris.
En unos momentos en los que nos esforzamos por desentrañar qué diablos ocurre con la política, hay un eje que solemos desestimar o al que no prestamos la suficiente atención, el eje pasado/futuro, el cómo se ubican las diferentes fuerzas políticas ante estas inevitables coordenadas temporales. Así, el esfuerzo de toda la extrema derecha se concentra en la añoranza de lo pretérito —vuelta a las fronteras, a la homogeneidad étnica perdida, a los valores tradicionales, etc.—. En el caso de Trump se expresa, además, de forma explícita: el principio MAGA es, como diría Bauman, retrotópico, ubica la utopía en el pasado, en una América supuestamente grande que habríamos perdido. Aunque pueda parecer una contradicción en los términos, progresar es retornar, regresar a un pasado idealizado. Por eso cree también en la autoridad de la tradición, que entre otras cosas impone también el poder masculino, y reniega del principal desafío del futuro, el cambio climático.
En el otro polo estarían quienes se toman en serio el cambio social y los peligros que inevitablemente hemos de sortear. Frente al progresismo convencional se es bastante más escéptico sobre esa idea casi mesiánica de que todo futuro será necesariamente mejor, pero al menos abrazan la idea de que la tarea del presente pasa por mirar al porvenir y por afianzar los muchos logros conseguidos. Entre ellos, y aquí Harris sería paradigmática, están los derechos de la mujer y de las minorías, la aceptación del nuevo mestizaje, y el tener que diseñar nuevos instrumentos políticos de protección frente a la nueva menesterosidad y los riesgos climáticos y geopolíticos. Los nuevos desafíos exigen nuevas ideas y novedosas formas de hacer política, no retrotraernos a los tics autoritarios y a las estructuras de Estados zombis.
Es muy posible que, fuera de la dimensión de las guerras culturales, este último discurso carezca aún del andamiaje teórico necesario para traducirse después en las medidas políticas que exige este momento histórico —recuerden la frustración de expectativas que supuso Obama—. Pero al menos mira hacia el lugar correcto y ha comenzado ya a contagiar de optimismo a las redes. Frente a los mensajes enfurruñados de los trumpistas, cargados de odio y misoginia, se abre ahora un espacio para una política más lúdica, juvenil y esperanzada. A la política de la nostalgia se enfrenta la de la esperanza. No basta ya con derrotar a Trump, casi el objetivo único de Biden, eso solo debe ser el comienzo, hay que aspirar a mucho más. Como dijo el propio Obama, y confiemos que esta vez se cumpla, The best is yet to come.
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