El gobierno de la opinión y sus enemigos
Toda intervención pública en el mercado de la información debe verse con escepticismo y alarma
Cuando hablamos de la democracia como el “gobierno de la opinión” nos referimos a dos cosas: una, el inmenso poder de la opinión pública en los sistemas democráticos y, en consecuencia, de los canales a través de los que se conforma y expresa, los medios de comunicación —y hoy, de forma creciente, de las redes sociales (recuerden el fenómeno Alvise)—. Y, dos, a que no hay democracia propiamente dicha sin el respeto a la libertad de opinión, sin el establecimiento de las condiciones necesarias para que cada cual acceda libremente a los datos necesarios para crearse sus propias opiniones o comprar o no aquellas que van apareciendo en eso que llamamos el mercado de las ideas. Una libertad de información lo más amplia y plural posible se convierte, así, en una de las precondiciones básicas de todo sistema democrático.
Con un tercer añadido, la gran plasticidad de la opinión: siempre es plural y nunca puede predicarse como definitiva. La “verdad” en cambio solo puede ser una e inalterable. No en vano, cuando hablamos de opinión nos referimos a juicios o ideas que no admiten verificación, las opiniones no se pueden corroborar o contradecir, como ocurre con los enunciados científicos, o, incluso, con la información. Esta última da cuenta de los hechos, de lo que acontece; otra cosa es el parecer que estos nos merecen, las opiniones a que dan lugar. Que Trump sufrió un atentado es un hecho; qué consecuencias pueda tener para el éxito de su campaña es una opinión.
Todo esto es bien conocido y a nadie se le habrá escapado que lo he introducido en el contexto del proyecto presentado por Sánchez sobre “regeneración democrática”, que podría haber abarcado también otras dimensiones de la democracia, pero que se ha limitado a esta. Comprendo la preocupación de fondo, porque la compartimos todos, esa plasticidad de la opinión a la que me refería la hace proclive a ser manipulada o influida. ¿Quién no siente una inquietud creciente por las noticias falsas, los hechos alternativos, la desinformación sistemática, la presentación de la información de forma sibilina para inducir una determinada opinión, etc.? El paso de la democracia mediática a la democracia digital es un salto formidable y merece toda nuestra atención. Pero por eso mismo hay que ser tremendamente cautelosos a la hora de evaluar su regulación desde instancias de parte.
El mencionado poder de los medios es también un “contrapoder”, sirven para controlar a quienes lo ejercen, y toda intervención pública en el mercado de las opiniones debe ser vista, pues, con escepticismo y alarma. En este momento, además, no se ve su necesidad una vez aprobado el Reglamento Europeo sobre la libertad de los medios de comunicación. Si existiese esa preocupación, lo que no entiendo es por qué no se actúa oxigenando y reformando los medios públicos, porque creo que estos han dejado ya de cumplir la función que les dotaba de sentido. Antes decía que gozar de un mercado de las opiniones está íntimamente asociado a la libertad. En particular a eso que en teoría política llamamos su dimensión negativa, el eliminarse los obstáculos para poder acceder al mayor pluralismo de opiniones posibles y a una información hecha con el rigor exigido. Pero como todo mercado es imperfecto, a veces es necesario complementarlo con un intervencionismo público para mayor garantía de esa misma libertad -ahora en su sentido positivo-. Por ejemplo, proporcionar información rigurosa, debates verdaderamente plurales, satisfacer gustos minoritarios, etc. Véase el modelo de la BBC. ¿Por qué no actuar ahí en vez de amagar con otras medidas? Creo que todos ustedes conocen la respuesta.
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