El debate | ¿Cómo se recupera un candidato tras un mal debate como el de Biden?
El del presidente de EE UU no fue el primer cara a cara desastroso durante una campaña ni será el último. Pero ¿puede darle la vuelta a la mala impresión que causó?
El mundo entero estaba mirando y Joe Biden no lo pudo ocultar: al presidente de Estados Unidos parecía pesarle el desgaste de sus 81 años en el primer debate electoral contra su rival, Donald Trump. No es que Trump sea joven ―solo es tres años y medio menor― ni mejor orador ni mejor candidato, pero en una situación en la que Biden debía emerger como el defensor de un EE UU dinámico, diverso y democrático frente a las posiciones racistas y autocráticas del expresidente, el demócrata se arrastró por el escenario y desanimó no solo a sus partidarios sino a todos los que están preocupados por el segundo auge del trumpismo, que promete ser más peligroso para la democracia global que el primero.
El de Biden no es el primer mal debate de un candidato durante una campaña electoral ni será el último. Pero, con tanto en juego, ¿cómo puede recuperarse un candidato como el demócrata? Lo discuten dos expertos en comunicación política y electoral: Luis Arroyo y Norma Bernad.
Biden sí, pero sin Biden
LUIS ARROYO
Joe Biden ha sido un buen presidente y los demócratas le adoran. Por eso le han dado apoyo casi unánime para optar a la reelección. Habríamos dormido tranquilos si le hubiéramos visto responder con agudeza al candidato más deshonesto de la historia reciente de Estados Unidos.
Habiendo sido testigos del mal desempeño de Biden, quisiéramos creer, con Obama, que tan solo fue “una mala noche”. Un mal debate en general tiene buen tratamiento: se prepara mejor el siguiente y se intenta olvidar el traspié con buenos mítines, el milagroso y habitual teleprompter siempre a mano, publicidad bien hecha, sobre todo para seguir advirtiendo del peligro que Trump supone para la democracia, cualificados apoyos de celebridades, titulares afilados, imágenes bien ejecutadas, legiones de voluntarios llamando a las puertas por la democracia y la dignidad del país... Los demócratas saben hacerlo como nadie y lo cierto es que aún quedan cuatro meses para la elección: una eternidad.
Pero el problema es que no fue solo una mala noche. Suponía el mundo entero que Trump haría lo que hizo: mentir no menos de 30 veces, justificar el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 instigado por él, alarmar sobre “los millones de inmigrantes que llegan de cárceles y manicomios”, presumir de la infame legislación involucionista sobre derecho al aborto, presentar una visión apocalíptica y negativa del país y su sistema electoral.
La gran duda que se esperaba despejar era si Biden estaba capacitado para gobernar por su edad. La respuesta fue contundente: no, no lo está. Algunos líderes del Partido Demócrata y decenas de analistas y editoriales —también el influyente The New York Times— han señalado la conveniencia de su sustitución. El 72% de los votantes registrados y el 45% de los votantes demócratas creen que no debería seguir, según una encuesta de CBS. En una campaña con ambos candidatos tan empatados, esos datos son una losa demasiado pesada, que no puede levantarse fácilmente. Si Biden decidiera seguir, que parece probable, su permanencia sería el gran tema de campaña. Ya se encargará de ello la galaxia Trump. Y tendríamos por delante cuatro meses agónicos con millones de ojos pendientes de si el presidente tropieza, se le va la mirada, balbucea o hace algo inconveniente. Solo el cese inmediato de las especulaciones, una impecable campaña y el peligro de un presidente deshonesto y corrupto podría conceder a Biden la reelección. Demasiado riesgo.
Si Biden no lo deja, en el Partido Demócrata no habrá quien le desafíe a menos que quiera suicidarse. Si dimitiera como presidente, le sustituiría Kamala Harris, pero eso no implica que sea la nominada a la presidencia. Su problema es que tiene un bajo nivel de aceptación. Si Biden decidiera dejarlo y no recomendara a nadie, se desataría un inédito y urgente proceso de sustitución, también muy arriesgado, en el que aparecerían alguno de los preferidos, como los gobernadores de California, Gavin Newsom; el de Illinois, J. B. Pritzker; la de Michigan, Gretchen Whitmer, o el senador Sherrod Brown, de Ohio. Quizá otros.
La opción ideal es que sea el propio Biden quien preste “su último servicio a la nación”, como algunos le han pedido. Que sea él mismo quien proponga a su sustituto o sustituta. Los delegados que han de nominar al candidato demócrata en la Convención del 19 al 22 de agosto y que están ligados a Biden y a Harris, probablemente le obedecerían sin demasiado problema si el escogido es una pesona de consenso. Se ha hablado mucho de Michelle Obama, que no parece estar dispuesta, de Harris y de alguno de los mencionados.
Cualquier decisión será endiablada. Pero parece entrañar menos riesgos que sea el propio Biden quien, oídas las voces más autorizadas, señale alguien capaz de plantar cara a un candidato republicano con tanto rechazo popular. Es improbable que tal cosa suceda: por el vértigo, por lo inédito de un cambio de estas características, por las dificultades de encontrar a alguien unificador, por los plazos. Pero si no ocurriera asistiríamos a una campaña de infarto, en la que no se hablará de los desafíos del país, sino tan solo del estado de salud de Biden. Y eso no es muy estimulante para nadie. Excepto para Trump.
Lo que no sea reaccionar ya será esfuerzo perdido
NORMA BERNAD ROMEO
En el debate de 2020, ante un presidente Donald Trump avasallador con sus mentiras e interrupciones, Joe Biden tuvo el acierto de preguntar, con tono de quien tiene agotada la paciencia, aquello de “¿Puedes callarte ya, hombre?”. Una expresión capaz de generar una conexión emocional concreta con quienes estaban siguiendo el debate y para los que Trump había traspasado ya todos los límites del faltoso impertinente en una reunión familiar. En España, inevitablemente nos recordó mítico Por qué no te callas a Hugo Chávez. En ambos casos el acierto no es tanto la frase en sí misma, sino el don de la oportunidad. La semana pasada ese don de la oportunidad lo aprovechó mejor Trump.
La cobertura internacional de los debates electorales estadounidenses hace casi imposible no haber recibido ya algún vídeo o algún meme sobre la derrota de Biden en este debate. Simplificando mucho, no sólo defraudó las expectativas de los votantes demócratas, sino que confirmó sus peores temores: las acusaciones sobre su falta de capacidades físicas parecen dolorosamente verdad. La televisión siempre magnifica las apariencias y amplifica los errores. Por eso es un medio que exige tanta preparación.
Especialmente con su lenguaje no verbal, los primeros planos de Biden confirmaban su falta de concentración, agilidad y fuerza, tanto para rebatir como para colocar con eficacia su relato. Sus mensajes paraverbales debilitaban todo lo que decía. Con independencia de lo brillante que pueda ser una idea o lo relevante que parezca un dato en una argumentación, en un debate televisado lo que recordamos finalmente es, sobre todo, “una impresión”. Una sensación general que refuerza o refuta una imagen del presidenciable ante la hipótesis de su elección. La batalla de relatos partidistas y mediáticos postdebate tratará de modelarla, pero difícilmente se podrá cambiar, especialmente si refuerza tus temores como votante demócrata. La impresión general que proyectó Biden como presidente fue lamentable. Pero la que proyectó Trump también. En democracia, por muy telegénico y hábil que sea un candidato, hacer de la mentira un género comunicativo propio debería invalidarlo como candidato a la presidencia.
En estos duelos televisados la lógica mediática nos invita a interpretar siempre este espectáculo mediático como una confrontación a quemarropa.
Esa fue la oportunidad que Trump no dejó escapar. Aprovechó todas las debilidades de la puesta en escena de Biden, sus tropiezos verbales y su fragilidad gestual, amplificándolas con una actitud no prevista en el guion del Trump que todos conocemos. Esta vez fue la contención de Trump ante la debilidad del adversario lo que amplificó los errores de Biden. Sorprendentemente, Trump supo esperar pacientemente y decir en el momento más oportuno ese “Sinceramente, no sé qué ha dicho, tampoco creo que él lo sepa”. Ahí conectó verbalizando lo que la mayoría de los espectadores estaba pensando.
Un debate electoral es un momento clave en cualquier campaña, pero en el tiempo político acelerado que vivimos los casi cinco meses hasta las elecciones son una eternidad. Aquí también vivimos un debate electoral reciente que no fue bien para el candidato progresista, y eso no le impidió que una buena campaña lograra movilizar eficazmente a su electorado en contra de los pronósticos iniciales.
Lo que necesitan los demócratas no es más tiempo, sino reaccionar ya y hacerlo bien recuperando una posición competitiva frente a Trump lo antes posible. Las debilidades comunicativas de Biden como candidato van a persistir ante la exposición mediática propia de un presidente. Por eso, en vez de pedir a sus votantes que voten a la banda, aunque el solista les parezca cansado, desde el punto de vista comunicativo sería mejor orientarse a preparar al mejor candidato o candidata posible capaz de reconectar en 2024 con las esperanzas de una mayoría progresista estadounidense.
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