Las manos pequeñas de Trump
La democracia estadounidense experimenta hoy una suerte de cataclismo en sus dos grandes partidos. La grieta beneficia a los demagogos y permite fenómenos como MAGA


La revista The New Yorker publica en portada un dibujo de Donald Trump con los brazos extendidos, esperando a que le coloquen unas esposas, tras ser condenado en una sobria sala del bajo Manhattan por comprar el silencio de una actriz porno. El detalle más elocuente es que le han dibujado esas manos pequeñas de las que se burlaba Marco Rubio, rival republicano en la carrera por la nominación presidencial de 2016, con aquel “Ya sabéis lo que dicen de los hombres con manos pequeñas...”. Pues, por lo pronto, sirven para ilustrar el dudoso efecto que la sentencia puede tener sobre un hombre que ha sabido fortalecerse construyendo la narrativa de víctima de una conspiración destinada a derrocarlo.
Hasta ahora, la mayoría de debates sobre la democracia estadounidense se centraban en la capacidad de resistencia de sus instituciones frente a un nuevo mandato de Trump. ¿Recuerdan aquella otra portada de The Economist con la pregunta: Is America dictator-proof? Hay, sin embargo, dos pruebas de resistencia democrática que estamos obviando. La primera, como ya ocurrió con Hillary Clinton, es la poca idoneidad del candidato que tiene enfrente. Aunque la decisión unánime del jurado sobre los hechos probados en el juicio vuelve a confirmar que el magnate no es apto para el cargo, presentar al anciano y titubeante Biden al otro lado no parece lo más sensato. Sin pretender situarme en la equidistancia, la democracia estadounidense experimenta hoy una suerte de cataclismo en sus dos grandes partidos. La grieta beneficia a los demagogos y permite fenómenos como MAGA, pero también, y ahí va la segunda reflexión, que los partidos funcionen con la lógica del movimiento. Recuerden que Trump afirmó liderar “un movimiento como el mundo nunca antes ha visto”. Frente al partido, que representa intereses, el movimiento ofrece una sensación de pertenencia a algo más grande que nosotros mismos, alimentando las condiciones para la lealtad total: “Esto es más grande que Trump, más grande que mi presidencia”, ha dicho Trump de su condena.
Esta oratoria fascistoide le permite, curiosamente, llamar fascistas a los demócratas, que también se presentarán como los salvadores de la democracia. Dan ganas de parafrasear a Rorty: cuiden ustedes las reglas del juego que la democracia ya se cuidará de sí misma. Nos centramos tanto en la fortaleza de las instituciones que olvidamos lo que nos está pasando a nosotros, los ciudadanos. La influencia de la opinión pública sobre la calidad democrática es un fenómeno demostrado desde Tocqueville. Trump es quien dijo “No está lloviendo” durante su toma de posesión y mucha gente cerró sus paraguas; quien señaló que podría plantarse en la Quinta Avenida, disparar a alguien y no perder ningún voto, y efectivamente ganó las elecciones. Decir que la sentencia brinda elementos valiosos para que los ciudadanos puedan formarse una opinión informada y elegir con conocimiento de causa a sus representantes implica obviar que nuestras democracias no están ya en esa pantalla: los ciudadanos no lo estamos. Las emociones, la lealtad al líder, la rigidez mental propiciada por las redes sociales, el conformismo ideológico, pesan mucho más en nuestro juicio político que los hechos mismos. Dice Samantha Rose Hill que pertenecer a un movimiento nos cierra la mente en un sentido tan literal que la mente deja de moverse. Porque cuando uno pierde la capacidad de pensar, alejándose de sí mismo, “es más probable que se deje llevar por la marea”.
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