Política a llamaradas
El inabordable ritmo de las convulsiones de la actualidad impide formarse un juicio claro y sereno. Quizás sea eso lo que se busque
Hace un tiempo, abrimos una sección en un programa de radio dedicada a preguntarnos qué fue de antiguos futbolistas de leyenda. No era la sección más original, pero daba resultado: produce cierto morbo saber si le ha ido bien o le ha ido mal a la gente cuyos goles tratabas de recrear en la infancia. Algunos jugadores, al retirarse, se habían convertido en entrenadores o en comentaristas, otros tenían sus propias empresas y estaban también quienes no habían logrado sobreponerse al éxito. Al cabo, es difícil asumir que un día abres la portada de un periódico y al día siguiente nadie se acuerde de ti. Esa es la vida que saben llevar las noticias y las polémicas, pero no la que acostumbran a llevar las personas.
Por varias semanas, no hubo otro asunto en España más que la amnistía. Tenía lógica: el PSOE negó que fuera a concederla y la concedió para asegurarse los votos de Junts en la investidura de Pedro Sánchez. Luego le dio el relato de la reconciliación, pero la realidad es la que es. Aquel giro lo usó el PP como su gran argumento contra el Gobierno y convocó manifestaciones que ahora, pasadas las elecciones, vuelve a convocar. En la campaña catalana, sin embargo, ha orillado el asunto como si no existiera, lo mismo que las llamadas leyes de concordia que Vox le pide: prefiere que pasen los días. Así, la campaña ha transcurrido sin que apenas se hablase de aquello de lo que anteayer no dejaba de hablarse y que rendiría al Estado de derecho. España es ese lugar en el que uno se pregunta qué fue de aquello que hace un cuarto de hora iba a romper el país en pedazos.
Al empezar esa misma campaña, el presidente del Gobierno se tomó cinco días que revolucionaron el escenario político y llevaron a España a las cabeceras de los informativos internacionales. Su tiempo de silencio sumió al PSOE en el desconcierto y llegó a decirse que Sánchez saldría de ese episodio con su renuncia o con un ambicioso plan de reformas. Incluso se habló de la posibilidad de una cuestión de confianza. En vez de eso, el presidente salió dispuesto a agotar este mandato y los que haga falta y llamó al país a una reflexión sobre el estado de las cosas, que eran graves y urgentes. Han pasado ya los días suficientes como para poder hacer con ese debate la pregunta que haríamos para un lateral izquierdo de un equipo de los noventa: qué fue de él. Qué propuestas quedaron sobre la mesa.
Es conocida la caducidad de las noticias y que el tiempo de la actualidad dura muy poco: somos de cansarnos pronto. Ocurre que ya no solo digerimos titulares, sino grandes convulsiones. Vamos a varias rupturas de España por semana en un ritmo inabordable que impide formarse un juicio completo y sereno. Lo más que se puede es tomar partido, a favor o en contra. Quizá sea eso lo que se busque en general: militancia en lugar de crítica.
La sociedad que compite por la atención del público —una atención fugaz, a ritmo de reels— organiza su conversación en llamaradas de combustión rápida. Igual no hay más remedio. Lo único que quedará, entonces, será tomar conciencia de esa realidad inflamable para ir sorteando incendios. Mientras se pueda.
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