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TRIBUNA
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Mujer de rodillas no habla

La violencia sexual es una cuestión de poder, pero sobre todo de poder imponer la impunidad y el silencio

Un momento del montaje de 'Jauría'.
Un momento del montaje de 'Jauría'.vanessa rabade
Amanda Mauri

A la víctima no se la oye. No dice nada. Los hombres tampoco esperan que hable; solo se dirigen a ella de forma imperativa. Haz esto. Baja aquí. Abre allá. “Se escucha en las grabaciones cómo todas las conversaciones eran entre varones. Ninguna palabra pertenece a la víctima”. Así habló la fiscal Elena Sarasate en 2017 durante el juicio de La Manada, y así vuelve a hablar su personaje en Jauría, la obra del dramaturgo Jordi Casanovas que aborda la violación grupal de sanfermines usando únicamente las transcripciones del juicio.

En los últimos cinco años, los mismos que lleva girando por España la obra de Casanovas, las agresiones sexuales grupales se han disparado más de un 64%, según el informe Silenciadas, de Save the Children. Los agresores son en su mayoría adolescentes o jóvenes adultos. La víctima ronda, de media, los 15 años. Urge una reflexión profunda sobre los mecanismos de la violencia sexual. Creaciones artísticas como Jauría son producto de esa urgencia, pero también motor de la misma: abren nuevas vías para aproximarse al horror.

“Eso es lo que se ve”, dijo Sarasate en 2017 y repite su alter ego ficticio, “una mujer de rodillas, con cinco hombres rodeándola, siempre en posición de inferioridad”. Dicho de otro modo: cinco hombres jaleándose, grabándose, reconociéndose los unos a los otros en un ritual de camaradería donde la mujer —de rodillas, inferior— es poco más que un pretexto o vehículo para su intercambio. La víctima queda fuera de la conversación; es el lienzo sobre el que los agresores graban sus misivas y estampan su firma. Cuerpo de mujer marcado con X ajena. X: un pacto entre agresores. O, como propone la antropóloga Rita Segato, “una renovación de los votos de virilidad”.

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Segato viajó a Ciudad Juárez en 2004 para investigar sobre la ola de feminicidios que asolaba la región desde principios de los años noventa. Había algo de singular en la sistematización de esos crímenes y en las circunstancias en las que se encontraba a las víctimas. Se trataba casi siempre de mujeres jóvenes, algunas apenas adolescentes, trabajadoras en maquiladoras o estudiantes de secundaria, a las que se hallaba en cunetas, descampados o edificios abandonados con signos de ensañamiento, violación y tortura. Una detrás de otra, hasta convertir el horror en un patrón.

El caso de Ciudad Juárez pertenece a un contexto muy concreto —sumido en el narcotráfico, la corrupción política y la violencia fronteriza— y no debe usarse como paradigma universal. La violencia sexual no es monolítica, sino una suerte de gramática común pero heterogénea, una lengua franca con infinitas declinaciones. Sin embargo, hay algo en la tesis de Segato que trasciende su origen —o, por lo menos, lo traduce— y que ilumina los fundamentos de la violencia sexual más allá de Ciudad Juárez. ¿Qué la motiva? ¿Qué significa? ¿Quién habla a través del crimen? ¿A quién se dirige?

En el corazón de estas preguntas está, según Segato, una condición básica: la impunidad. La violencia sexual es una cuestión de poder, sí, pero sobre todo una cuestión de poder ejercer el poder. Los feminicidas de Ciudad Juárez lanzaban un mensaje de soberanía y de intocabilidad, dirigido no a las mujeres a las que agredían, sino a los otros hombres. A los de las mafias rivales, un mensaje de desafío: “Cuidado, mi impunidad es total”. A los de las mafias amigas, un mensaje de complicidad: “Tranquilo, mi impunidad es total”. A los que no formaban parte de ninguna mafia, un recordatorio de la jerarquía imperante: “Esto es lo que puedo hacerle a tu mujer, hija, hermana. Silencio, mi impunidad es total”.

Ja, ja, ja. Las risas resuenan en el teatro. Son mensajes enviados por el grupo de WhatsApp La Manada, al que pertenecían cuatro de los cinco agresores. “Follándonos a una los cinco”. “Puta pasada de viaje.” “Hay vídeo”. En el mismo grupo se leen comentarios sobre otra víctima, a la que grabaron seminconsciente mientras la tocaban y besaban: “Madre mía, ¿qué le echasteis a la chavala, burundanga?”. Ja, ja, ja. “¿Está muerta o qué?”. Ja, ja, ja. “¿La han tirado al río?”. Ja, ja, ja. “Otro caso Marta del Castillo, niño”.

“¿Por qué?”, se preguntó de forma implícita la víctima de La Manada en el juicio y también se lo pregunta ahora sobre el escenario. Por qué no me fui. Por qué no pedí ayuda. Ser víctima implica no entender, no hablar, quedar excluida del tráfico simbólico que es la agresión sexual. En su juego de superposiciones —realidad y ficción, transcripciones y teatralidad, una actriz que es a la vez víctima y fiscal—, Jauría abre una vía de reparación. Esto es: de comprensión. Alejada del imperativo de la literalidad, oponiéndose al lenguaje del agresor, la obra crea un espacio donde la palabra de la víctima se pronuncia al fin y empieza a significar. Tal vez así pueda —podamos— llegar a entender.


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