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Columna
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En busca de la nada

El que uno no recuerde ni un éxito, ni un fracaso, ni una suerte, ni una desgracia, es precisamente la felicidad

Un bonobo mira a la cámara en una reserva natural de la República Democrática del Congo.
Un bonobo mira a la cámara en una reserva natural de la República Democrática del Congo.CHRISTIAN ZIEGLER / NATIONAL GEO
Manuel Vicent

A fin de cuentas, la vida no consiste sino en ir tirando del cuerpo hacia la nada y en mi caso si me preguntan cuándo he sido más feliz la respuesta es siempre la misma: aquel momento del que no me acuerdo de nada. Existe un tiempo perdido en la bruma en que no recuerdas que te sucediera nada, ni bueno ni malo. Creo que el hecho de que uno no recuerde ni un éxito, ni un fracaso, ni una suerte, ni una desgracia, esa amnesia es precisamente la felicidad. Si no recuerdas nada es porque la nada, que siempre es blanca y dulce como una almohada de plumas durante el sueño, se había apoderado felizmente de tu existencia vulgar. En ese estado de inconsciencia se supone que vivían Adán y Eva en el paraíso antes de pretender ser como los dioses. Este par de chimpancés ignoraban que habían sido creados solo para tomar el sol. En el Génesis no se dice, pero, al parecer, Jehová les había proporcionado dos hamacas y un bronceador. Todavía estaríamos en el edén si los hubieran sabido usar. Una tarde en el zoo de San Diego, mientras al anochecer los altavoces anunciaban que iban a cerrar, me perdí entre fosos llenos de serpientes buscando la salida. A mi espalda sentí un gruñido extraño. Era un chimpancé que por los gestos parecía que trataba de saludarme. Me acerqué a su jaula. Quedamos los dos frente a frente un buen rato en silencio mirándonos fijamente a los ojos. A su modo con su mirada, me dijo: “Sé quién eres y lo que buscas”. Puedo asegurar que en el fondo de sus ojos vi todavía el paraíso. Con el sol del mediodía sobre los párpados cerrados en la playa uno llega a la conclusión de que la nada es un bien inalcanzable. La filosofía oriental enseña a despojarnos de todo para conquistarla. Hubo un sabio que fue condenado a muerte por blasfemo porque proclamaba que era más grande que Dios. El presidente del tribunal que lo juzgaba le gritó: “Nada es más grande que Dios”. El sabio contestó: “yo soy nada, señor”. Este sabio solo tenía el sol, una higuera y una hamaca.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.
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