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tribuna
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Ardanza, la gabarra y el maldito pasado

En la campaña electoral vasca se escuchan voces significativas que reivindican una amnesia colectiva para poder afrontar el futuro

LUDGER MEES
cinta arribas

La semana pasada, la campaña electoral vasca fue eclipsada por dos acontecimientos. El primero fue el fallecimiento del lehendakari José Antonio Ardanza. El segundo, el orgásmico viaje de la gabarra por las aguas del Nervión ante más de un millón de aficionados y aficionadas apoteósicos celebrando el triunfo del Athletic en la copa. No descubro nada nuevo con la afirmación de que el vasco es uno de los pueblos en el mundo más celosos de su pasado, sus tradiciones y sus raíces: ¡No me vengas con una tortilla molecular deconstruida cuando la alternativa es un buen bacalao al pilpil, de los de toda la vida!

Pero este pequeño país tan maravilloso es también un país lleno de contradicciones. Mientras que en Bilbao una enorme multitud se presta a conectar la historia con el presente en un evento digno de entrar en el Guinness Book of Records, en la campaña electoral se escuchan voces significativas que reivindican justo lo contrario: una amnesia colectiva para poder afrontar el futuro con garantías. En su ya célebre entrevista con la SER, Pello Otxandiano, el candidato de EH Bildu a la Lehendakaritza, no solo dijo aquello de que ETA no era otra cosa que “un ciclo político en este país afortunadamente superado”. Mucho menos citadas han sido otras afirmaciones en la misma entrevista que, a mi juicio, son sumamente reveladoras: El candidato de EH Bildu rechazó “recrear un escenario que ya no existe” porque “no podemos anclar este país al pasado”.

Resulta curioso observar que esta loa al olvido coincida en el tiempo con la feroz campaña lanzada por las derechas en España contra todo lo que huela a memoria histórica. Y, ¿acaso forma parte del particularismo vasco el hecho de que en Euskadi una fuerza política que se autodefine como de izquierdas se oponga al escrutinio crítico de un pasado traumático cuando en otros lugares de Europa, por ejemplo en la Alemania posnazi, fueron precisamente sectores liberales y de izquierda los que más se esforzaron en romper el muro del silencio que durante los primeros años de la posguerra dificultaba cualquier análisis serio de la catástrofe alemana (Friedrich Meinecke, 1946)?

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También José Antonio Ardanza, siendo vizcaíno, se hubiera emocionado viendo el paso de la gabarra por el Nervión, 40 años después. En aquel mayo de 1984, no pudo saber que apenas un año más tarde iba a ser nombrado lehendakari en sustitución de Carlos Garaikoetxea. Tras su fallecimiento, Ardanza ya ocupa un puesto de honor en la historia vasca, pero también sigue siendo un referente ineludible en la política actual. Y es que incluso la izquierda abertzale, que siempre lo tuvo como su bestia negra, ha aprendido de él, aunque no lo pueda confesar (todavía). Suena a boutade, pero las fuentes documentales lo avalan: fue Ardanza con el Pacto de Ajuria Enea (1988) quien en Euskadi formuló unos principios que, muchos años más tarde, iban a permitir a la izquierda abertzale llevar a cabo su proceso de desmilitarización mental y, por ende, presionar a ETA para que abandonara las armas. Cuando Ardanza se puso a negociar el documento lo hizo bajo el impacto de una cruel ofensiva terrorista de ETA que en 1987 había puesto la bomba del Hipercor en Barcelona, matando a 21 personas. Poco más tarde, un coche bomba contra el cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza quitó la vida a 11 personas, entre ellas cinco niñas de corta edad.

Tampoco parecía tener fin el terror de la extrema derecha. Entre 1983 y 1987, los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), con el beneplácito y apoyo activo de parte del Gobierno, asesinaron a 27 personas. En este clima de extrema tensión, y tras interminables negociaciones siempre al borde del abismo, fue casi un milagro que al final Ardanza supiera empujar a todos los participantes a un acuerdo de mínimos. Este Pacto de Ajuria Enea fue importante por varias razones. En primer lugar, fue el primer documento oficial firmado por todos los partidos democráticos en Euskadi, desde la derecha a la izquierda, que se basaba en un incondicional rechazo de la violencia política. En segundo lugar, el texto del acuerdo rompió con una narrativa que gozaba de una larga tradición en los diferentes sectores del nacionalismo vasco para los que el contencioso vasco no era otra cosa que un conflicto entre la nación vasca y el Estado español (y francés) resultante de una injusta situación de privación política (abolición de la soberanía vasca tras la supresión de los fueros). Al introducir la necesidad de una negociación en sede parlamentaria sobre la modalidad y el alcance del autogobierno vasco, el documento reconocía implícitamente la dimensión interna del conflicto: era la sociedad vasca, una sociedad plural en la que convivían diferentes perfiles identitarios, la que tenía que definir un proyecto de futuro “con el mayor consenso posible”, antes de empezar las negociaciones con el Gobierno español. Y, otro elemento innovador del texto consistía en el categórico rechazo de la pretensión de ETA “de negociar problemas políticos”, una negociación que “solo debe producirse entre los representantes legítimos de la voluntad popular”.

Como era de prever, los representantes de Herri Batasuna se dieron inmediatamente cuenta del peligro que contenían estas palabras y no tardaron en criticar el texto duramente: “No es posible que exista paz en este pueblo mientras que no se dé una auténtica negociación política” (Egin, 14 y 15 de noviembre de 1988). Por si hubiera alguna duda, todavía siete años más tarde, ETA aclaró en su manifiesto programático Alternativa Democrática quién debía llevar a cabo esta “auténtica” negociación: “El objetivo de la negociación política entre ETA y el Estado español es lograr el reconocimiento de Euskal Herria (…)”. En su propuesta de paz conocida más tarde como el Plan Ardanza (1998), el lehendakari todavía tuvo opción de contestar a ETA y avanzar en la línea del Pacto de Ajuria Enea: diálogo político sí, pero en sus cauces legales y sin la participación de ETA. Y, paradojas de la historia, 16 años tras la firma del Pacto de Ajuria Enea, por fin, la izquierda abertzale terminó asumiendo esta tesis. En la célebre Declaración de Anoeta (noviembre de 2004), Arnaldo Otegi, el líder de la entonces ya ilegalizada Batasuna, defendió ante 15.000 seguidores la diferenciación de dos espacios “para el diálogo y el acuerdo”: el primero, en el que “los agentes políticos, sociales y sindicales” iban a discutir cuestiones políticas, y el segundo, en el que ETA trataría con los Estados temas relacionados con la desmilitarización, los presos y las víctimas. Fue el inicio formal de un proceso que acabaría con la emancipación de la izquierda abertzale del dictado de ETA, la disolución de la misma en 2018, y la conversión de la antigua Batasuna en un partido (y una coalición) legal, democrático y con grandes posibilidades de disputar la hegemonía en el campo nacionalista al PNV.

Esta es la evolución exigida y deseada durante muchos años por la inmensa mayoría de la ciudadanía vasca. Ahora, por fin, se ha producido, aunque tenga todavía una mancha negra: el miedo a afrontar con todas las consecuencias su pasado y llegar a una conclusión que para un demócrata de izquierdas debería ser una obviedad: que en una democracia matar por motivos políticos y legitimar esos crímenes no puede tener justificación. Es de esperar que no pasen otros 40 años hasta que el Athletic saque otra vez la gabarra, y la izquierda abertzale dé este último paso necesario para convertirse en una auténtica alternativa de gobierno. Para entonces, quizás hasta colgarán retratos del lehendakari Ardanza en sus sedes.


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