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Si uno no quiere

El discurso del desprecio en la esfera política gana terreno, pero el reto no es imitarlo sino frustarlo con una respuesta razonable

Tribuna Gallardo, 08/04/24
Eulogía Merlé

Patrioterismo, sensiblería, moralina o politiqueo son cuatro disfemismos que añaden negatividad a patriotismo, sensibilidad, moral y política mediante una leve alteración formal. Posiblemente, el recurso verbal más sutil para introducir estos cambios de significado sea la entonación, y desde los inicios de la Transición hemos tenido líderes cuya prosodia despectiva y chulesca funcionaba casi a modo de entonación firmada. Un paso de mayor complejidad supone introducir calificativos e intensificadores (añádase barato a cualquiera de los disfemismos), y otro aún mayor el apoyo en campos metafóricos rebuscados o ironías y sarcasmos; por ejemplo, estos días comprobamos hasta qué punto la palabra concordia puede resultar insultante. Estos usos despreciativos, englobados en el concepto de discurso del odio, parecen ganar terreno en la esfera política, aunque no son tan nuevos como podría pensarse; de hecho, las secciones de Opinión de algunos rotativos y radios españoles conservadores, presuntamente de referencia, llevan años supurando bulos y bilis. Pero en la última década sorprende la rapidez con la que los propios políticos, especialmente en la ultraderecha antidemocrática, han llevado esta retórica a los parlamentos “sin remilgos y sin complejos”, arrastrando en muchas ocasiones a los partidos conservadores tradicionales con resultados desastrosos para ellos.

Los disfemismos aportan matices de significado adscritos al polo de valoración negativa, pero, sobre todo, modifican el qué, el quién y la acción del discurso. Desplazan el tema tratado, desde el que sería el objeto natural de la política (propuestas sobre el bien común) a sus protagonistas, y alteran, además, la acción comunicativa realizada. La argumentación política más o menos razonada es sustituida por un discurso autorreferencial que habla insistentemente sobre los propios políticos, intercambiando ataques y reproches mientras, sorprendentemente, el resto de sus señorías llenan el hemiciclo de risotadas, aplausos y abucheos. Por eso, la repetida excusa que aducen los acusados de estos usos retóricos sobre su derecho a la libertad de expresión es tramposa, porque sabemos bien que lo que reclaman es una libertad para ofender, insultar, deslegitimar y agitar el odio; o, en los agredidos, una libertad para devolver los golpes. La política se puebla así de insultos, libelos y calumnias que, además de compartir la polaridad negativa y activar emociones desagradables, coinciden en que no se refieren a algo (la política), sino a alguien (sus actores).

Nos equivocaríamos, no obstante, si redujéramos estos discursos a la bronca entre políticos, pues la mayor falta de respeto apunta directamente al propio ciudadano. A pesar de que la capacidad inhibitoria del neocórtex (simplificando muchísimo: nuestra capacidad de callar) aporta una de las grandes diferencias entre nuestras lenguas y otros lenguajes animales, esta retórica construye un destinatario que no es persuadible desde la razón, sino desde las tripas y el cerebro límbico. Así que quienes optan por este tipo de expresión están diciéndole a sus votantes que no los consideran dignos del argumento político, sino solo de la interpelación primaria, emocional, instintiva. Por ello, la idea de devolver los golpes es muy arriesgada: los discursos seleccionan sus destinatarios, y adoptar de pronto el discurso insultante y amargado no solo puede fracasar en atraer nuevos votantes, sino que puede alejar a los propios.

Lo que resulta evidente es que estos registros de retórica desinhibida, aun coexistiendo con el discurso sobre propuestas políticas y legislativas, tienen más impacto y parecen dominar la esfera política. En este protagonismo confluyen diversos factores. El primero, que los seres humanos damos prioridad perceptiva a lo negativo, tal y como señala la psicología de la atención: el miedo, la ira y la angustia nos atrapan antes que la placidez o la gratitud. Por ello su difusión es más rápida y más impactante, simplemente destacan más.

Por otra parte, los exabruptos parlamentarios recorren sucesivas esferas contextuales en las que podrían encontrar freno, pero, por el contrario, cogen fuerza. Empezando por las propias cámaras. No solo los parlamentarios actúan como si estuvieran fascinados por su propia espectacularización televisada, sino que incumplen las normas. Por ejemplo, el artículo 103 del Reglamento del Congreso señala que diputados y oradores serán llamados al orden “cuando profirieren palabras o vertieren conceptos ofensivos al decoro de la Cámara o a sus miembros, de las Instituciones del Estado o de cualquiera otra persona o entidad”, una llamada al orden que repetida tres veces puede conllevar retirada de la palabra e incluso sanción de no asistir al resto de la sesión. Sin embargo, a lo más que se llega es a pedir educación y solicitar desde la presidencia retirar ciertas palabras, algo que, por otro lado, solo supone unas notas pie de página en la transcripción.

El segundo círculo contextual que da alas a este discurso agresivo y desinhibido es el conformado por los medios de comunicación, cuyos criterios de noticia-espectáculo y clickbait los llevan a actuar casi como mero altavoz ecoico de este tipo de mensajes, sin ni siquiera aclarar su veracidad o proporcionar contexto. Encontramos, además, un ecosistema mediático profundamente asimétrico. La asimetría empresarial —que ya señalaba George Lakoff a finales de los años 90 para Estados Unidos, y que llevó a los franceses Dominique Albertini y David Doucet a publicar en 2016 el libro La fachosfère—, resulta básica porque evidencia una asimetría ideológica. Los verdaderos medios, de cualquier orientación política, formados por profesionales del periodismo acostumbrados a un código deontológico y a la rendición de cuentas, coexisten con una miríada de empresas de comunicación que se presentan como medios informativos, pero que básicamente se dedican a difundir propaganda partidista de ideología reaccionaria, financiada frecuentemente como promoción institucional; la difusión del discurso del odio o el boicot de ruedas de prensa es parte importante de su praxis. Resulta lamentable que esas partidas presupuestarias públicas, existentes en todos los gobiernos, puedan dedicarse a estos fines sin ningún tipo de control, algo que habría podido ser responsabilidad del nunca constituido Consejo Estatal de Medios Audiovisuales anunciado por Rodríguez Zapatero en 2004 y previsto por la ley en 2010. Otra gran asimetría tiene que ver con la especial naturaleza de la difusión digital, cuyos algoritmos de viralización, como se demuestra una y otra vez, dan más visibilidad a los contenidos de polaridad negativa. Es ya un tópico apelar al modo en que las empresas de redes sociales, con su falta de estructura y su ritmo acelerado, han favorecido (y favorecen) la difusión de bulos y discursos de odio. Del mismo modo que Marshall MacLuhan asociaba el éxito del nazismo a la perfecta compenetración de la retórica de Hitler y el medio radiofónico, sabemos que el estilo grosero, simplista y acusador de Trump encuentra en las plataformas como Twitter su medio óptimo de difusión.

En definitiva, la escalada desinhibida del lenguaje político es, simultáneamente, una escalada de su difusión cómplice por parte de otras instancias políticas y comunicativas. Esta difusión era imposible en contextos predigitales y se despliega en un escenario mediático profundamente asimétrico, pero puede revertirse. El reto, enorme, no es imitarlos, sino, muy al contrario, frustrarlos con la respuesta; invertir la tendencia y obligar implacablemente a estos emisores a que hagan su trabajo y debatan sobre política real. Desde la profesionalidad mediática y política debería ser posible. Y sabemos desde el patio del colegio que si uno no quiere, dos no discuten.

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