_
_
_
_
_
EL OBSERVADOR GLOBAL
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Haití: De los Clinton a Barbecue

Los haitianos quisieran quejarse como lo hacen los cubanos, pero no tienen ante quién hacerlo. La falta de Estado puede ser tan peligrosa como su exceso

Varias personas corren para protegerse de un tiroteo cerca del Palacio Nacional en Puerto Príncipe, el pasado día 21.
Varias personas corren para protegerse de un tiroteo cerca del Palacio Nacional en Puerto Príncipe, el pasado día 21.Ralph Tedy Erol (REUTERS)
Moisés Naím

En 1975, Hillary y Bill Clinton pasaron su luna de miel en Haití. Les encantó la experiencia y lo convirtieron en su país consentido. Lo visitaban con frecuencia y se involucraron a fondo en fomentar su desarrollo institucional.

Y no fueron solo los Clinton: centenares de organizaciones humanitarias, agencias de desarrollo internacional y organismos multilaterales llevan décadas esforzándose en aliviar la pobreza de Haití. De hecho, es uno de los países con mayor número de ONG internacionales operando en su seno.

Pero suplir las deficiencias de un Estado que se ha ido desvaneciendo ha resultado imposible. Gobiernos débiles y corruptos han ido dejando las calles en manos de bandas armadas que utilizan una feroz violencia para mantener su control sobre una población aterrorizada. El jefe de la banda más importante de las que aterrorizan a Haití es un expolicía llamado Jimmy Chérizier. Su apodo es Barbecue. Sobra explicar por qué.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

De los Clinton a Barbecue hay una larga y dolorosa historia caracterizada por el fracaso del Estado.

A unos 600 kilómetros de Haití está Cuba, que tiene un Gobierno que es el extremo opuesto al de Puerto Príncipe: un régimen tan agobiante que le ha quitado todo a su pueblo, incluyendo las necesidades más básicas: comida, electricidad, transporte. A Haití le falta gobierno y Cuba sufre de exceso de gobierno.

En Haití se manifiestan muchas de las tendencias que están deformando al mundo de hoy.

El cambio climático golpea con especial fuerza a esta nación. Sus efectos se manifiestan en huracanes más frecuentes y devastadores y en una erosión del suelo que agrava la inseguridad alimentaria.

La penetración del narcotráfico ha llenado a los carteles criminales de dinero, con el que financian la importación de armas para las bandas que intimidan a la población. Sin un mínimo de seguridad, es poco o nada lo que la sociedad puede lograr. La comunidad internacional ha convertido a Haití en una paradoja: a pesar de la masiva y prolongada ayuda internacional, el país sigue hundiéndose en la miseria.

La emigración, impulsada por la pobreza, la inseguridad y la falta de oportunidades, se ha convertido en un síntoma palpable de la desesperanza de la población. El tráfico ilícito de drogas, armas y personas no hace más que entrelazar a Haití en una red de crimen transnacional que imposibilita el desarrollo económico. Haití tiene hoy una economía que apenas supera los 1.700 dólares anuales por persona y una posición baja en el índice de desarrollo humano de la ONU: un país atrapado en un ciclo vicioso de criminalidad, pobreza y desigualdad.

Cuba presenta un escenario gubernamental diferente, pero igual de fracasado. El régimen controlado por la familia Castro ha ejercido un feroz control sobre todos los aspectos de la vida, asfixiando la libertad económica y personal. La escasez de necesidades básicas como comida y electricidad ha llevado a los cubanos a un estado de desesperación palpable e imposible de esconder. Las recientes protestas espontáneas en varias ciudades de la isla, aunque apenas visibles debido a la férrea censura del régimen, revelan el descontento popular y la urgente demanda de cambios. La respuesta de la dictadura ha sido, como era previsible, la represión.

En Haití, la ausencia de un Estado que funcione, aunque sea mínimamente, deja a sus ciudadanos clamando por un orden que la comunidad internacional no sabe cómo imponer. En Cuba se da el extremo opuesto: un Estado omnipresente sofoca cualquier atisbo de dinamismo social o económico. En ambos países la emigración surge como la válvula de escape preferida por quienes pueden acceder a ella, dejando atrás una población cada vez más desposeída.

En ambos casos, la falla telúrica que divide a la sociedad es entre quienes tienen familiares afuera que les manden remesas de dinero y quienes no cuentan con esa fuente de apoyo económico. Como siempre pasa, los que se van son jóvenes en su momento de máxima productividad. Se trata de sociedades desfiguradas también demográficamente. La desigualdad en ambos países no radica solo en la distribución de recursos, sino en el acceso a oportunidades, libertades y hasta a la esperanza.

Los haitianos quisieran quejarse como lo hacen los cubanos, pero no tienen ante quién hacerlo. En el sitio donde debería haber un Estado se ha enquistado un enjambre de asesinos que se apodera cada día de más territorio.

Los colapsos de estas dos naciones dejan muchas lecciones. Ninguna, sin embargo, es más importante que la de mostrar trágicamente que la falta de Estado puede ser tan peligrosa como su exceso.


Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_
Tu comentario se publicará con nombre y apellido
Normas
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_