La memoria de mañana
Desaparecen los que sufrieron el conflicto, y la Segunda Guerra Mundial es en Alemania cada vez más etérea. Este olvido social permite creer en malos y buenos, en el mal espontáneo y en la dictadura benévola
Eva Erben termina de hablar ante alumnos en un instituto de Múnich sobre cómo sobrevivió a un campo de exterminio nazi cuando era niña. Se toca uno de sus pendientes de perla, se recoloca el pañuelo, los ojos verdes brillantes, las manos arqueadas por la artritis, y camina hacia la salida bajo un halo de admiración, pero también de preocupación y fragilidad. La memoria viva del Holocausto se extingue y Alemania cuestiona su cultura de la memoria.
Este país lleva décadas trabajando la culpa y la responsabilidad del Holocausto y, sin embargo, el conflicto de Gaza ha mostrado grietas en lo que parecía un sólido iceberg de historia.
Síntomas parecidos se detectan en países como Austria, Francia, Italia o España, donde el significado de algunas palabras y símbolos está cambiando bajo el picor de los neofascismos.
El 7 de octubre, cuando Hamás atacó Israel, se rompió el espejismo de la primera generación de alemanes que creció sintiéndose a la vez judío y alemán sin ambivalencias. Volvió el “judío” como insulto, desaparecieron las kipás en la calle, despertaron fantasmas de exilio. El trabajo de estos 50 años sobre el recuerdo parece no haber sido suficiente. O adecuado.
Desaparecen los que sufrieron el conflicto y la Segunda Guerra Mundial es en Alemania cada vez más etérea, como ocurrió antes con la Gran Guerra o con el colonialismo germano en África.
Este olvido social permite creer en malos y buenos, en el mal espontáneo y en la dictadura benévola. Se pierde la continuidad y los errores parecen siempre nuevos.
Por ejemplo, el exterminio y los campos de concentración contra los hereros y los namas en la colonia alemana que hoy es Namibia entre 1904 y 1908 reflotan en el ideario nazi 30 años después, aunque esto casi no forma parte de la memoria germana actual. Incluso hoy la extrema derecha sueña con deportar a millones de ciudadanos a África como si fuese el patio de su casa.
Por eso la memoria es crucial para entender por qué la democracia es el mejor de los sistemas, pese a todos sus defectos. Y para que funcione debe articularse de forma continua y compleja. Alemania, con las cicatrices abiertas por Gaza, los conventículos de la ultraderecha para “reemigrar” a impuros y extranjeros y sus tractoradas agrícolas ad hoc, se está dando cuenta.
Alternativa por Alemania, que ronda el 20% de los votos en algunas encuestas, defiende por ejemplo ampliar la memoria cultural para incluir “los aspectos positivos y fundamentales de la identidad alemana”, dado que los nazis son solo “una visión de pájaro sobre más de 1.000 años de triunfante historia alemana”. Si nos replanteamos Hitler, Putin no está tan mal.
Un chaval alemán de los setenta experimentó el silencio en torno a la televisión cuando echaban la serie Holocausto (Marvin Chomsky, 1978), seguida por millones de personas en la República Federal Alemana, que popularizó este término y está en la matriz de la actual cultura de la memoria. Uno de los ochenta la discutió en el colegio, la televisión de tubo sobre ruedas, el VHS debajo. Los hijos de estos han recorrido con su clase un campo de concentración nazi o un museo de la memoria.
No se puede asumir que la próxima generación de alemanes visite la cámara de gas de Dachau sabiendo qué suelo pisa, ni que vaya a salir de allí con mayor convencimiento democrático. Las montañas de gafas, de zapatos, de prótesis que dejaron atrás los gaseados no le dirán lo mismo.
Los nietos y bisnietos del Holocausto se informan en ChatGPT, TikTok e Instagram, donde abundan las alucinaciones, la desinformación y la sobreinformación, azuzadas por esos extremismos que cambian el nombre de las cosas.
Se salpican discursos con los términos “nacional” y “social”, sin que dé grima su proximidad. Saludar alzando la mano ya no da vergüenza. Colgar un cuadro de un dictador en tu despacho es ahora respetable. Se debate la posdemocracia, como si ya hubiese ocurrido. Se montan campañas electorales entre el glamur, la comedia y el mal gusto: retoques, atrezo, insultos, palabras malsonantes. Más artificio, menos contenido, nada de reflexión. Y no le entreguemos la vara de esto a Trump: el Voldemort de la democracia moderna fue Berlusconi, quien como buen extremista ya intentó refundar la sociedad italiana para adaptarla a sus necesidades ideológicas. Para eso se necesita amnesia.
Alemania es una sociedad de migración como hecho consumado. En los colegios son frecuentes las clases en las que la mayoría de los alumnos no tienen padres alemanes. No se pueden asumir ideas. Muchas de esas familias (iraquíes, afganas, sirias, palestinas, congoleñas, sudanesas) tienen su propia narrativa de qué fue lo peor que ocurrió en el siglo XX.
Los cambios tecnológicos son fáciles, pero si la memoria alemana sobre su historia va a funcionar como prevención (“nunca más”) deberá hacerse más sensible y poliédrica, incluyendo la responsabilidad de los perpetradores, de todos; el recuerdo de las víctimas, de todas; y el trabajo comunitario de empatizar y conocerse. En el resto de Europa estaremos expectantes.
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