Cuando desperté, Puigdemont se reía
Casi siempre que sueño de política son pesadillas, pero esta semana, al darle vueltas a la inminencia de las elecciones catalanas, tuve un sueño bonito


Todos los que se dedican con intensidad a algo sueñan con ello. Es cosa del estrés: la mente no desconecta y sigue barruntando por su cuenta aunque el cuerpo se haya rendido. Es triste confesar que a veces sueño con política, sobre todo cuando se acerca el día de escribir esta columna y me viene a visitar la culebra de la ansiedad. Casi siempre son pesadillas, pero esta semana, al darle vueltas a la inminencia de las elecciones catalanas, tuve un sueño bonito.
Sin duda, influyó en mi ánimo la rareza de que la crisis propiciatoria del adelanto fuese un conflicto real: los comunes rompieron la baraja por el proyecto insostenible —e insosteniblemente sostenido por el govern y el PSC— de montar Las Vegas en Tarragona. Esto es insólito en España, donde nos hemos acostumbrado a que los políticos se peleen por cuentos fabricados a su medida. Supongo que mi imaginación echó a volar por cielos abiertos, a salvo del aire ensimismado de los parlamentos y las redacciones, y soñé con un debate político centrado en problemas de verdad.
Soñé que la sequía era la protagonista de la campaña, dado que es el problema más urgente al que se enfrenta la sociedad catalana. Soñé que se debatía sobre el modelo de desarrollo turístico, sobre los usos del agua y sobre cómo gestionar los espacios naturales amenazados por el desierto. Soñé que cada cual exponía sus miedos y sus razones, y que los candidatos tomaban nota y defendían una postura sobre el futuro inmediato. Soñé que las fotos de Joan Alvado, que lleva un tiempo documentando los estragos de la tierra seca en Cataluña (el diario francés Libération publicó una selección hace unos días), ilustraban la discusión y calentaban los argumentos.
Soñé con una campaña electoral que también hablase de inmigración sin griteríos racistas, de cómo los campesinos pueden vivir la transición ecológica sin ser arrasados por ella y de cómo Barcelona puede seguir siendo una ciudad global sin destruirse a sí misma. Pese a la intensidad y complejidad de los debates, el sueño fue bonito, pues mostraba una democracia avanzada en acción, atenta a lo que importa. Pero al despertar, Puigdemont se carcajeaba. Su cara lo ocupaba todo, sin dejar sitio para nada más. No te engañes, me dijo: esta campaña, como todas las que quedan, también va de mí. Solo se va a discutir sobre mí. Cuando hablen de Cataluña, estarán hablando de mí, solo de mí, nada más que de mí. Yo lo soy todo. Mejor date la vuelta y sigue durmiendo un ratito más.
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