Por el camino de las pesadillas
Vi el otro lado, y ese otro lado era monstruoso y formaba parte de mí: era yo


Me gusta soñar. Me refiero a la vida onírica. Incluso cuando, como ahora, atravieso una zona de pesadillas. De todas las que he tenido hubo una, en 2009, en la isla de Providencia, Colombia, tan espantosa que logré borrarla y conservar sólo un fragmento. El hombre con quien vivo me despertó entonces sacudiéndome, y volví a la vigilia aullando, con el cuerpo erizado porque en el sueño había conocido la locura. Esa era la peor en el top five hasta que el 16 de enero de este año tuve otra, diabólica, en la que el miedo era una gigantesca ola de brea. Siempre dormida, soñé que despertaba, una y otra vez, y volvía a caer en otra víscera del sueño aún más oscura. Me desperté jadeando. Permanecí unos minutos paralizada, leyendo eso que había sucedido en el lapso de 12 minutos. Desbrocé, con una claridad que nunca antes tuve, todas las capas de sentido: qué significaban esa serie numérica y aquel frasco de vidrio que contenía aquellos objetos y ese juguete siniestro y esos pasos acercándose desde un sitio familiar y esos audífonos y esa canción y ese carro de compras y aquel trozo de madera con ese nombre grabado y aquella ventana tapiada y mis gritos y aquella camiseta que, al ponérmela, me empapaba de algo maligno. Vi el otro lado, y ese otro lado era monstruoso y formaba parte de mí: era yo. Me tambaleé hasta la cocina, me puse las zapatillas y salí a correr con el terror dando vueltas dentro de mí. No había sido un sueño para un humano sino para una yarará. Y, sin embargo, era revelador. En cierta forma, un tesoro. Una cura. “Así que eso quiero”, me dije, “así que eso temo”. Volví a casa respirando el aire fresco del cielo recién llovido. Han pasado días desde entonces y el terror aún camina conmigo. Es un animal deforme y áspero pero me respeta. Porque no intento aniquilarlo: le hice un lugar para que pueda vivir.
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