Tiempos nihilistas
Se aprecia con nitidez la devaluación de los valores humanos en una mezcla de individualismo egoísta y anestesia moral capaz de relativizarlo todo
En un aula de bachillerato a principios de curso. Eligiendo tema para un debate. Los primeros que surgen guardan relación con las políticas de igualdad. Pero no desde una óptica feminista, sino desde la suspicacia masculina que refleja la reciente encuesta sobre estereotipos de género del CIS: por qué las marcas de las pruebas físicas para acceder al cuerpo de bomberos han de ser distintas para hombres y mujeres; la “injusticia” de las cuotas y la equiparación de sueldos independientemente de la naturaleza del trabajo; por qué, si hay denuncia, la palabra de ellos vale menos que la de ellas. John Gray hablaba hace poco de que a veces son los excesos del liberalismo los que crean el monstruo populista, porque cuando algo no funciona duplicar la dosis de la misma receta aumenta ese tipo de respuestas. ¿Acaso no suele incurrir la coeducación en una repetición que acaba siendo ineficaz, por su tono moralista, ante el atractivo transgresor de los gurús de la manosfera?
Sin embargo, el tema que gana la votación es la pena de muerte. Y en una clase de 30 estudiantes, solo tres alumnas defienden la reinserción como objetivo de una sentencia. El resto, bien se muestra partidario de la pena capital, bien prefiere la cadena perpetua. Hay incluso quien opta por la segunda no llevado por ningún resto de humanitarismo, sino porque “así se sufre más”. De hecho, la mayoría subraya el carácter punitivo que ha de tener cualquier condena, y una parte no desdeñable considera que en las cárceles se vive demasiado bien. Por esa línea, a pocos sorprende que opere como un argumento más el ahorro que supondría aplicar la pena de muerte en vez de la prisión permanente: “Porque nadie querrá que los impuestos de sus padres sirvan para pagar esto, ¿no?”, dice una alumna mostrando en su portátil la imagen de una celda como si se tratase de la habitación de un hotel en Booking.
Observar lo que sucede en la educación pública es un barómetro que prefigura con tino lo que luego fijan las encuestas. Los 17 años fue siempre una edad propicia para posicionarse contra el sistema, aunque últimamente son las posturas en la onda trumpista las que parecen monopolizar la contracultura. Una de las partes más notorias de los votantes de Javier Milei provino del segmento más joven del electorado argentino. Pero ese grupo se interrelacionó de forma compleja con una base de clase trabajadora mundial en la que cala muy fácilmente, al grito de “¡que se vayan todos!”, el descrédito de los políticos. Es la forma en que la guerra cultural escapa de las universidades y las publicaciones eruditas para cobrar vida. Porque hay algo de la radicalidad punk de los jóvenes que defienden ferozmente la pena de muerte, reaccionan contra la igualdad de género y la inmigración ilegal, apuntalan la propiedad privada o atacan la progresividad fiscal que no tiene que ver con la fecha de nacimiento, sino con lo que escuchan en casa.
Una madre se niega a pagar, delante de su hijo, el parking del hotel que ha utilizado durante todo el fin de semana. Una mujer, que se ve que no es una asistenta, limpia su balcón echando un cubo de agua e ignora las protestas de los viandantes. Un columnista solo saca a relucir la guerra de Gaza para avivar el fuego de la política española. Un vicepresidente autonómico invita a los bachilleres a dudar si el CO₂ es contaminante. En ese revuelto no es fácil detectar si el populismo es antes social o político. Pero lo que sí se aprecia con nitidez es la devaluación de los valores humanos en una mezcla de individualismo egoísta y anestesia moral capaz de relativizarlo todo. Vivimos tiempos nihilistas, dice Wendy Brown, tras la aplicación de la ley del más fuerte desde los años ochenta a cualquier terreno. Y en ellos gana una negación demasiado parecida a la del paleolibertarismo de Lew Rockwell, esa mezcla de conservadurismo extremo en temas como el aborto y oposición a cualquier intervención reguladora del Estado.
Así, cada vez resulta más cómodo moverse entre el blanco y el negro, caer en la simplificación en lugar de apreciar la gama de grises o atenerse a la proporcionalidad. Y en una época en la que cuesta tanto hablar en serio de lo verdaderamente importante, en la que prevalece el sarcasmo y cierto distanciamiento intelectual, urge retomar los valores fundamentales y nombrarlos de nuevo: apelar a la responsabilidad colectiva, la coherencia, la veracidad; renovar el pacto con los otros de forma que rija nuestra conducta cotidiana. Si no, quedaremos del todo a merced de la indiferencia y la fatalidad, del cinismo y la frivolidad, del narcisismo y la violencia. Por eso hace más falta que nunca reinventar el discurso de la justicia social y desempolvar palabras como “compasión”, despojadas de su halo religioso. Porque, en caso contrario, el nihilismo que encarnan respuestas como las de Trump o Milei seguirá convirtiendo lo profundo en trivial y el futuro en algo intrascendente.
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