Dentro de la cárcel de Picassent, la más poblada de España
El fotógrafo Raúl Belinchón obtuvo permiso para entrar con su cámara en la cárcel de Picassent. Su proyecto retrata la vida entre rejas
El olfato es el sentido más vinculado a la memoria, incluso para un fotógrafo. Raúl Belinchón no olvida el efecto que le produjo el “fuerte olor a lejía” cuando entró por primera vez a la cárcel valenciana de Picassent, la más poblada de España, con más de 2.000 internos. El fotógrafo franqueó a finales de 2020 sus muros con su cámara y durante más de dos años estuvo entrando y saliendo de uno de los mayores centros penitenciarios de Europa con el objeto de capturar la vida y “los instantes de libertad” en unas instalaciones organizadas precisamente para privarlas de ella. “Hueles a fuera’, me decían cuando gané la confianza de los internos. Enseguida te identifican por el olor”, comenta el autor de un proyecto fotográfico que, a partir del 17 de noviembre, se convertirá en exposición en el Centre del Carme de Valencia bajo el título Algo parecido a la libertad.
No es fácil entrar en una prisión sin haber cometido un delito, sin trabajar de funcionario o sin ejercer de voluntario acreditado. Belinchón ya había descubierto el “enorme enjambre” de Picassent durante la elaboración de un trabajo sobre una terapia con perros, y le llamó tanto la atención que solicitó un permiso a Instituciones Penitenciarias para volver. “Me interesaron los espacios y fueron el punto de partida del proyecto”, relata este valenciano de 47 años, que reconoce que la experiencia fue intensa tanto en el plano personal como en el documental y artístico. Llevaba un tiempo dándole vueltas a la idea del encierro, físico y mental, sobre todo a raíz de la pandemia del coronavirus.
Concedida la autorización, accedió a un recinto que sorprende por la luz, que entra a raudales por sus pasillos, corredores y zonas comunes a pesar de la elevada altura de sus muros. “La primera semana ni siquiera saqué la cámara. Nada más entrar en el patio, me sentí observado por todos; estaba impresionado, bloqueado. A los internos, acostumbrados a la monotonía, les atrae todo aquello que la pueda romper, aunque sea por unos minutos, no digamos si viene de fuera. Al principio, empecé fotografiando los espacios vacíos y poco a poco fui tomando contacto con ellos, tomé los primeros retratos”. El principal requisito para poder publicar las fotografías era obtener la autorización expresa, firmada, de los reclusos: “Algunos de ellos me pedían una copia en papel de los retratos que les hacía para enviárselos a sus familiares; otros, para ponerlos en su celda; casi todos se mostraron muy receptivos”.
Solía entrar una vez a la semana, siempre acompañado por un funcionario, a excepción de los parones obligados por los rebrotes de la pandemia, cuando la cárcel aún se cerraba más. Trabajar en la cárcel conlleva unos protocolos estrictos, repetitivos, necesariamente incómodos: las medidas de seguridad, las aperturas de puertas, el chequeo concienzudo del material de trabajo… Se permitió el acceso a gran parte de las dependencias, aunque se evitó el módulo de alta seguridad del FIES (Fichero de Internos de Especial Seguimiento), donde están confinados los reclusos que Instituciones Penitenciarias considera más peligrosos o con un historial de peor comportamiento.
Retratos de internos
En una fase de su proyecto, Raúl Belinchón realiza retratos en primer plano a internos con penas diversas por narcotráfico, robo o estafa (no por delitos de sangre o sexuales) y les pide que compartan un recuerdo feliz de la infancia. Fernando, cuyos 70 años recorren las profundas arrugas que surcan su rostro, responde que “las clases de kung-fu de una niñez muy militarizada pero muy feliz”. A Beatriz, de 49 años, se le viene a la mente el momento en que su padre la “rescató de las garras de un depredador sexual”, un tío suyo. Ramón, de 27, apunta a la primera vez que empuñó “un arma de fuego con nueve años para cometer un atraco con fuga incluida de la Guardia Civil”. Ramón, de 34, recuerda su momento más feliz: “Cuando apenas había cumplido cinco años, mi padre y uno de mis ocho hermanos me compraron una moto, marca Mecatecno, de 50 centímetros cúbicos. Me enseñaron a arrancarla y a conducirla. Desde ese día me gustan más las motos que los coches”. Enrique, de 44 años, rememora: “Los primeros días de colegio, cuando íbamos al parque y subíamos en los coches de choque en la feria. O cuando mi padre nos llevaba a recoger naranjas y en vez de ayudar me las comía. Y cuando tuve mi primera novia, la ilusión del amor, que fue muy bonito”. A Vanesa, de 43, le gustaría “ser siempre niña”.
La figura del educador fue clave para el desarrollo del proyecto fotográfico. Un educador tiene licencia para pasar por alto las faltas de los internos (no los posibles delitos) con el fin de no perder su confianza. Así lo contempla el reglamento penitenciario. Belinchón trabó relación con varios educadores, si bien pasó buena parte de su tiempo en compañía de Andrés, que le abrió las puertas físicas de la prisión y también su forma de entender una realidad tan diferente y en buena parte tan desconocida. “Me encontré a una persona dispuesta a ayudar, con mucha vocación. Cada cinco minutos, los presos lo paraban, le contaban sus problemas, sus necesidades; muchos le pedían un trabajo en la cocina, en la enfermería, como electricista, fontanero, o incluso limpiando. La prisión no sería sostenible sin estos trabajos, que además ayudan a pasar el tiempo e incluso puedes ganar algún dinero”, explica el fotógrafo.
Andrés, el educador, tiene la capacidad de escuchar en silencio, su conversación es pausada. Considera fundamental abrir las prisiones a la sociedad para que los ciudadanos tengan una visión más realista de lo que aquí sucede: “El ser humano es sociable por naturaleza. Cuando alguien, un miembro de la sociedad, comete un delito, la propia sociedad lo aísla temporalmente, pero tarde o temprano vuelve a ella. ¿En qué condiciones se reintegra? Eso es responsabilidad de todos: en primer lugar, del reo, pero también de la sociedad de la que procede”.
El educador explica que, por experiencia, lo que más agradecen los internos en el trato diario con los funcionarios es poder ser escuchados, tener la oportunidad de transmitir sus incertidumbres, sus estados de ánimo, sus problemas, aunque muchas veces sean muy difíciles de resolver. “A menudo”, añade, “las personas que están recluidas aquí necesitan que alguien confiable, objetivo, pueda darles un consejo, una orientación, que los trate como personas”. Destaca, finalmente, cuatro pilares sobre los que transcurre la vida en prisión: “El formativo, el laboral, el ocupacional —donde cada uno descubre y vuelca su potencial creativo— y el deportivo”. La inactividad se vive en prisión como una losa, una condena añadida donde el tiempo se para.
Raúl Belinchón, que no quería hacer un trabajo fotográfico como el que se suele ver de las cárceles latinoamericanas —imágenes de reclusorios donde el hacinamiento y la violencia lo presiden todo—, se percató enseguida de que, entre los muros de Picassent, muchos internos intentaban cada día construir su propia normalidad para hacer la vida más llevadera. “Yo quería huir”, explica, “de ese imaginario en el que se mezcla la ficción de la literatura, del cine… Hice todo lo posible para vaciarme de prejuicios y entablar relación con las personas, sabiendo por supuesto que han cometido algún delito”.
El resultado es un trabajo que descubre a Rubén Millet y a Mónica Martínez, que se conocieron en prisión y que posan para el fotógrafo vestidos para la boda en una galería antes de ir hasta el Ayuntamiento de Picassent para casarse por lo civil, como ya hicieron otras parejas de presos. La relación entre los internos conforma otro bloque del proyecto de Belinchón. Hombres y mujeres viven separados, pero comparten algunos espacios y actividades en los 124.500 metros cuadrados sobre los que se asienta la prisión. “Cuando nos dieron permiso para fotografiarlos, fue como un día festivo para ellos porque podían estar juntos un rato más de manera inesperada, fuera de los vis a vis que se les concede si tienen buena conducta”, comenta el fotógrafo.
La costumbre de ir todas las semanas a la cárcel permitió a Belinchón retratar aspectos de la cotidianidad sin que sus ocupantes se sintieran incómodos. Ahí está el momento de intimidad —casi una utopía en una cárcel con más de 2.000 internos— de Houssam Basnali, un sirio de 48 años que ha extendido su alfombrilla del rezo en el pasillo del módulo 25, bajo la luz de las lámparas fluorescentes, ante las puertas de las celdas pintadas de verde. Basnali, que es un apasionado del fútbol, forma parte de la comunidad musulmana, cuya presencia en el centro oscila entre el 15% y el 20%. La cámara de Belinchón se ha subido a la vieja torre de vigilancia, ya en desuso, y también ha sorprendido a un grupo de presos tumbados al sol junto a una piscina que se abre en verano y que, además de una oportunidad de ocio para los presos con buen comportamiento, tiene una función terapéutica. En la blanca tapia del fondo, alguien ha pintado una palmera y el toldo de algo que sueña con ser un chiringuito…
“Quería contextualizar esos dos mundos, el de los momentos de libertad de esos internos, más allá de los muros, y donde se encuentran ahora”, dice el fotógrafo.
Objetos requisados por los funcionarios de la cárcel
Los muros de Picassent están situados a 10 kilómetros del núcleo urbano y a 25 de Valencia. Llama la atención el contraste entre el verde del campo privado de golf que se extiende a espaldas de la prisión y el gris de los bloques de hormigón coronados con concertinas que dominan el paisaje. Picassent engloba, en realidad, tres centros: penados, preventivos y sección abierta. Para aliviar la presión que supone el elevado número de reclusos, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero empezó en 2010 la construcción de la prisión Levante II con 1.194 plazas en el municipio valenciano de Siete Aguas. Tras una inversión de 14 millones de euros, las obras se paralizaron dos años después por la oposición inicial del pueblo y la comarca y por los recortes presupuestarios. El ulterior proyecto de reconvertirla en un centro psiquiátrico penitenciario de 500 plazas también se ha encontrado con la oposición de colectivos profesionales por considerar “obsoleto” el modelo de tratamiento e incluso del anterior gobierno valenciano, integrado por el PSPV-PSOE, Compromís y Unides Podem. El proyecto, no obstante, sigue adelante y continúa incluido en el Plan de Amortización y Creación de Centros Penitenciarios, según ha confirmado el Ministerio del Interior a El País Semanal.
“Entre el 90% y el 95% de los reclusos que atendemos tienen problemas de salud mental o de consumo de drogas”, señala Juan Molpeceres, presidente del Casal de la Pau, una asociación que se dedica a acompañar y ayudar a los internos sin recursos económicos ni apoyo familiar tanto en la prisión como fuera. Trabaja en Picassent fundamentalmente, pero también acoge en su residencia a personas en libertad condicional por padecer enfermedades incurables o ya en su fase terminal procedentes de cárceles de toda España. La asociación cuenta, además, con un albergue para los que no tienen a donde ir cuando salen en tercer grado o de manera definitiva y que sirve “de puente” para buscar su reinserción, explica Molpeceres, abogado experto en derecho penal y penitenciario.
“Una vez entras en el mundo penitenciario y empiezas a conocer a la gente, el delito pasa a un segundo plano. Por supuesto, los presos deben responder por lo que han hecho, no justificamos ni volvemos a culparlos, nuestros voluntarios los acompañan en el proceso. La vida en la prisión es muy dura y las largas penas pierden efectividad, como indican varios estudios. Cuando pasa un tiempo ya no hay avances sino retroceso y se generan muchos efectos por la prisionización, la absoluta dependencia a un horario y una vida que te dan marcada. De modo que el proceso de toma de tus propias decisiones se vuelve muy complicado”, explica. Molpeceres considera que la Ley General Penitenciaria de 1979 es bastante avanzada y garantista, si bien su aplicación por Instituciones Penitenciarias y órganos judiciales con frecuencia es más restrictiva que la propia norma. “Creo que pesa mucho el temor a la alarma social que se genera cuando un preso sale de permiso, por ejemplo, y vuelve a cometer un delito grave, pero eso sucede en muy contadas ocasiones, aunque se le dé mucha repercusión mediática”, añade.
En la última década la población reclusa en España ha disminuido. A finales de 2022 se contabilizaban 55.752 presos. La densidad de esta población es de 118 por 100.000 habitantes, muy similar a la media europea, según el anuario estadístico del Consejo de Europa. El pasado mes de julio había 1.877 hombres y 203 mujeres en la penitenciaria de Picassent, de acuerdo con unos datos oficiales que fluctúan continuamente.
Por Picassent han pasado conocidos presos, como los principales condenados por la trama Gürtel, o políticos como el expresidente de la Generalitat Eduardo Zaplana, que estuvo en prisión preventiva desde mayo de 2018 hasta febrero de 2019 por varios supuestos delitos por los que está investigado, o Rafael Blasco, exconsejero valenciano que cumplió más de tres años por saquear los fondos para la cooperación y salió en tercer grado en 2019. Belinchón coincidió con algunos presos con proyección mediática cuyo encarcelamiento se convierte en noticia, pero consideró que no era ese el objetivo de su proyecto..
Vida cotidiana en Picassent
Su búsqueda entre rejas le llevó a otra dimensión de la libertad de la mente, la creatividad. “No hay verja, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”, decía Virginia Woolf. La periodista Beatriz Montañez, colaboradora del proyecto, cita a la escritora británica para definir el trabajo del fotógrafo, que incluye también una galería de objetos prohibidos incautados a los presos por los funcionarios: un móvil oculto entre el papel higiénico recortado con su forma exacta, otro camuflado en el recipiente de un pequeño desodorante; un artefacto para tatuar elaborado a partir de un boli Bic; diferentes clases de pinchos y armas cortantes, hechas con la colilla disecada de un cigarrillo, con un trocito de madera o con un hueso de pollo. Se anotan además los partes del funcionario que los ha requisado: “Se efectúa cacheo y se requisa de la celda 17, ocupada por el interno X, encontrado oculto en unas zapatillas un hueso afilado, susceptible de ser utilizado a modo de pincho y que admite el interno ser de su propiedad, adjuntándose al parte”; “objeto punzante en madera fabricado con el mango de una fregona y la parte cortante con punta afilada y mango de 18 centímetros que aparece dentro de una papelera junto al economato”. Los objetos cobran otra dimensión retratados uno a uno. Un funcionario rescató un centenar de pipas para fumar elaboradas con los materiales al alcance de los presos: piedras, ladrillos, maderas, plásticos. Belinchón concluye: “He ido incorporando esos objetos como un ejemplo de la creatividad al límite de los presos, creatividad entendida como sinónimo también de libertad”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.